Acostumbrado a ser optimista con respecto al futuro de la humanidad, me he resistido a denostar, como hacen muchos de mis coetáneos, la era digital y su universal impacto en el presente.
Sigo considerando que el advenimiento de un mundo signado por asombrosos avances tecnológicos representa un salto cualitativo sin precedentes en la historia y que sin duda ha conllevado mejoras sustanciales en la calidad de vida de las presentes generaciones.
Me preocupa, a pesar de las bondades de los avances en tecnología de la información y las comunicaciones, la pérdida progresiva de facultades esenciales del ser humano, como son la capacidad de razonamiento lógico y ciertas funciones cognitivas.
Como consecuencia de estas pérdidas se observa, por ejemplo en el estudiantado, una notable incapacidad para resolver problemas que conllevan realizar inferencias, aun sean estas poco complejas. Estas limitaciones suelen ir acompañadas de pobreza léxica y carencia de informaciones generales en torno a historia, cultura, política, etc.
Si es cierto, como demostraron los evolucionistas del siglo XIX, que órgano no ejercitado se atrofia, los humanos corremos el riesgo de inhabilitar la facultad de razonamiento, empobrecer nuestro lenguaje y debilitar la capacidad de pensar.
Paradójicamente, lo mismo que nos hizo progresar, la filosofía y la ciencia, ahora parecen desandar el camino. Los viejos temores a las máquinas de la revolución industrial regresan con esta oleada tecnológica donde definitivamente la inteligencia artificial, a través de sus robots y aplicaciones, ha empezado a pensar por nosotros, opinar en encuestas digitales y a decidir en asuntos tan delicados como la política, cultura, valores éticos y estéticos. Para nuestra hay muchos botones.
Inhibida la actitud filosófica se reduce también el espacio para el pensamiento crítico, la creatividad y se abre el escenario para que resurjan lacras del pasado que creímos superadas: autoritarismo, racismo, conservadurismos extremos, etc.
El proceso parece irreversible, marchamos directos hacia una humanidad robótica, acrítica e insensible. En ese escenario se robustece la manipulación y la cosificación de las personas, tal como se observa en el día a día a nivel nacional e internacional.
Para no renunciar a mi proverbial optimismo, apuesto al hartazgo, a que toquemos fondo y podamos rebotar hacia una convivencia más humanizada, donde la estupidez no dicte las reglas del juego. Entre tanto, conviene asumir una actitud crítica ante el sinsentido que gobierna la comunicación hoy. Hay que insistir con nuestros hijos y alumnos en la importancia de pensar con cabeza propia, de no perder la perspectiva histórica e informarse a través de fuentes idóneas.