La aflicción del Padre Remigio

fotografia del doctor Cesar CuelloYo no lo vi, no había nacido todavía, mi abuela me lo contó. Sucedió en Estero Viejo, el pueblito donde ella vivía hace muchos años, cuando mi madre tenía apenas doce años. Estero Viejo estaba ubicado en una hermosa llanura cubierta de almendros y cocoteros junto al mar y era un pueblo próspero, de gente muy trabajadora y emprendedora. Por algún tiempo, el pueblito fue muy tranquilo, pero con la llegada de la empresa Manisera el dinero comenzó a circular a granel y ello fue atrayendo al lugar todo tipo de negocios, incluyendo bares, galleras, cantinas y prostíbulos que florecieron de un momento a otro como hongos venenosos después de la lluvia. El bullicio, las peleas, los escándalos y escenas indecorosas en plena calle se fueron haciendo parte de la cotidianidad de aquel otrora apacible lugar. Cada domingo en su sermón, el Padre Remigio fustigaba duramente la depravación y corrupción imperantes en Estero Viejo y recordaba lo que le había sucedido a las ciudades bíblicas de Sodoma y Gomorra, advirtiendo que algo similar le sucedería también a este pueblo si la gente no cambiaba su modo pecaminoso de vivir.

A media mañana, después de la misa dominical, el Padre Remigio, escoltado por sus dos monaguillos, recorría las calles del pueblo rociando agua bendita en los lugares que consideraba de mayor perdición, en lo que él llamaba una cruzada divina contra Satanás. Los hombres y mujeres que ya a esa hora de la mañana se divertían en aquellos lumpanares se burlaban de él y le gritaban todo tipo de improperios, al tiempo que lo invitaban a entrar a disfrutar con ellos los deliciosos e irrepetibles placeres de la carne. El cura reaccionaba indignado, esparciendo agua bendita a diestra y siniestra, tratando de exorcizar a aquellas almas extraviadas de la gracia del cielo. Al final de la calle principal quedaba el “Refugio de los Afligidos”, el burdel más famoso y frecuentado del pueblo. Hasta allí se desplazaba el Padre Remigio en su cruzada redentora de almas, como él mismo solía llamarle, que más que una cruzada algunos consideraban un verdadero acto sadomasoquista. Frente a la casa de madera de dos pisos siempre había mujeres ofreciendo casi al descubierto sus voluptuosas anatomías, en medio del polvo y el calor mañanero.

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Desde que lo veían acercarse, las mujeres se echaban a reír y adoptaban poses particularmente provocativas para recibirlo. Sobresalía de entre todas “La Consoladora”, una mulata de exuberantes senos y glúteos que siempre le decía conteniendo a duras penas la carcajada: “Padre, ¿por qué no deja usted de ser tan timorato y viene a comer pejecito salado conmigo?” El cura le respondía furibundo: “¡Apártate de mi camino serpiente del infierno, tentación satánica!”. Entonces, la mujer se ponía muy seria y le replicaba: “Curita hipócrita, ¿qué quieres que haga, que me muera de hambre?, si sólo ésto sé hacer. A que en el fondo te mueres por pasar algún día a divertirte con una de nosotras”. El cura se alejaba horrorizado, murmurando un “¡Jesús, María y José! ¡Ave María Purísima”!, “sin pecado concebida”, le respondían a coro los dos monaguillos.

Y cuenta mi abuela, que el día que sucedió la desgracia, era un domingo como otro cualquiera. Durante toda la misa al cura se le había visto con el rostro sombrío y su sermón no había estado tan apasionado y desafiante como en otras ocasiones, más bien se diría que había pronunciado un panegírico ante los despojos mortales de Estero Viejo y su gente. Al terminar el sermón, sus ojos estaban llenos de lágrimas y los feligreses se fueron a sus casas seriamente preocupados. ¡Nunca habían visto al Padre Remigio tan afligido! Y lo peor de todo era que no había querido decir en público lo que le sucedía. Al finalizar la misa mi abuela se le acercó y le preguntó qué le pasaba. Él le respondió muy apesadumbrado, que le guardara el secreto porque no quería alarmar a la gente, pero que la noche anterior había tenido una revelación y que en ésta, Dios le había dicho que esa tarde se hundiría el pueblo y que muchas personas morirían, entre ellos, probablemente algunos inocentes. Mi abuela trató de tranquilizarlo diciéndole que eso era sólo un sueño, producto de toda la degradación que veía a diario a su alrededor, que se acordara que Dios mismo había prometido que no volvería a destruir el mundo, sino que tal destrucción la causarían los propios humanos con sus inventos y ambiciones suicidas. El cura le respondió, no muy convencido: “talvez tengas razón, hija mía, pero yo sigo muy preocupado por la suerte de este desdichado pueblo y su gente”.

Sacerdote 1

Ese domingo después de la misa, el Padre Remigio salió como de costumbre a hacer su recorrido contra el Demonio por las calles del pueblo. Esta vez, sin embargo, la gente se extrañó de no advertir la misma pasión en sus palabras y en sus gestos, y cuando le gritaron alguna grosería apenas si respondió con voz entrecortada: “que el Señor esté con vosotros en este día” y prosiguió silencioso su cansado peregrinar. Llegó hasta el “Refugio de los Afligidos” y allí estaba como siempre La Consoladora, que de inmediato lo invitó a pasar, “a comer pejecito salado” con ella, para que se le quitara ese semblante de aflicción que llevaba en su rostro. El Padre le contestó en tono melancólico: “Hija mía, sólo te digo que después de esta tarde ya no volverás a invitar a nadie más a comer pejecito salado”. La mujer soltó una risotada y sacando al sol uno de sus grandes senos se lo ofreció al cura que ya le había dado la espalda alejándose con pasos silenciosos por la polvorienta calle.

Mi abuela no creía en cábalas ni en sueños, pero ese día, por si acaso, había preparado el almuerzo más temprano que de costumbre y ya a las dos de la tarde tenía todo recogido en la casa y los niños vestidos como para salir de paseo, pues no quería que nada que fuera a suceder la tomara desprevenida. A esa hora, mi abuela salió de la casa con sus cinco hijos y en pocos minutos estaba ya en las afueras del poblado, sentada impaciente en el tronco de un árbol en lo alto de una colina, desde donde se divisaba toda la llanura y el inmenso mar hasta ese momento de impecable quietud.

Sismo

Eran como las tres y media cuando se sintió un ligero temblor que la mayoría de la gente apenas si percibió. Luego, como a los cinco minutos se vino un segundo remeneón, esta vez mucho más fuerte. La gente se lanzó a las calles como en estampida y las casas más viejas y destartaladas se vinieron abajo como endebles castillos de arena al embestirlos la brisa. Casi inmediatamente sucedió un tercer estremecimiento que no paró hasta que hubo caído la última casa del poblado. Inexplicablemente, sólo la iglesia se mantuvo en pie. Después se supo que era la edificación más resistente del lugar, construida varios años atrás por un cura ingeniero enviado para tal fin desde la capital. La gente corría calle arriba como enloquecida hacia las afueras del pueblo. Entre los escombros de las casas y edificios quedaban decenas de muertos y heridos. El mar se retiró de la playa varios kilómetros hacia adentro, dejando al descubierto miles de criaturas de las profundidades de sus entrañas que saltaban moribundas sobre la arena húmeda de lo que hasta hacía unos minutos había sido el inexpugnable fondo marino. Entonces, alguien gritó a todo pulmón: “¡Corran, salgan todos de prisa del pueblo que viene un maremotooooo !”.

El temblor fuerte había sorprendido a La Consoladora “consolando” a uno de sus clientes en un cuartucho de El Refugio de los Afligidos. Un grueso madero cayó de pronto del techo sobre la cabeza del infortunado que estaba encima de ella dejándolo inconsciente, en un prolongado éxtasis del que nunca mas consiguió retornar. Como pudo se liberó del pesado cuerpo del hombre y salió disparada hacia la puerta sin que tuviera tiempo para vestirse. Al salir se percató de que iba desnuda y sólo atinó a agarrar un cuadro de Cristo crucificado que colgaba en la pared al lado de la puerta. Se lo colocó en su parte más íntima y salió a la calle como alma que lleva el diablo, corriendo y gritando: “¡Aférrense al Señor!, ¡agárrense de él, agárrense de él!, señalando hacia abajo a la imagen de Cristo que suponía tapaba sus vergüenzas a pleno sol de media tarde. En su correr desesperado no se había dado cuenta de que el vidrio se había quebrado segundos atrás, probablemente con la vibración del temblor y que la imagen del Creador se había volado con el viento de su prisa y que del cuadro sólo quedaba el marco de madera. El cura, que marchaba a la cabeza de la multitud que buscaba escapar del maremoto que se acercaba endemoniado, se volvió al reconocer los gritos de la mujer y entonces la vio venir, como su madre la trajo al mundo y gritando: “¡Aférrense al Señor!, ¡agárrense de él, agárrense de él!”, mientras señalaba con el índice de su mano derecha hacia donde llevaba lo que quedaba del cuadro de Cristo crucificado. El Padre Remigio se detuvo de súbito y le gritó indignado: “¡Mujer perversa y degenerada, ni siquiera ante la ira del Señor dejas de profanar su nombre y de ofertar en público tus inmundicias!”. En eso, una gigantesca ola alcanzó a los últimos de la multitud que corría calle arriba, entre ellos, a La Consoladora, cuyo cuerpo fue arrastrado por las embravecidas aguas y nunca apareció.

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