Aquel maldito perfume

Desde los dieciséis solo asistía a misa para complacer a mi madre. Según ella era imprescindible que alguien de la familia cumpliera con Dios. Pero para mí, aquel rito perdía su significado a medida que pasaban los años.

—Bienaventurados los que sufren porque de ellos es el reino de los cielos—explicaba el padre Ramón aquella mañana.

Me quedé pensando largo rato en esta frase, porque me costaba encontrar en el sufrimiento bienaventuranzas. Además, luego del accidente de papá empecé a cuestionar a Dios: ¿por qué jugaba a probar a sus hijos?, ¿por qué nos sometía a tan crueles sacrificios para descubrir nuestra fidelidad hacia Él?, ¿por qué, si Él lo sabe todo? Pude haber continuado con mi interrogatorio, pero la despedida del padre y la impaciencia de la gente me interrumpieron.

—Vayan en paz—dijo el cura.

No me moví de mi asiento. Tenía demasiadas preguntas circulando por mi cabeza. El sacerdote había convocado a confesiones y quise aprovechar la ocasión para exponerle mis sentimientos a alguien real. Llevaba conociéndolo más de ocho años. El padre se había ganado mi aprecio y confianza, no solo porque era un hombre servicial y atento, sino por haber descubierto, que de veras, se preocupaba por sus semejantes. Recuerdo que, gracias a una recomendación suya, mi madre pudo conseguir un trabajo de medio tiempo lavando la ropa de la familia Jiménez. Fue él quien me regaló el primer catecismo que usé y me dio lecciones particulares para la primera comunión. Además, ha estado muy atento a nosotros desde el accidente.

Solo quedamos para el servicio dos ancianas y yo. Los demás, al parecer, estaban absueltos de toda culpa o tenían cosas más importantes que resolver. Me tocó entrar al confesionario después de las viejas, las cuales salieron despacio; pero, por el esplendor de sus rostros, con el espíritu renovado. Como siempre abrí mi corazón al cura. Le dije con detalles todo lo que había sentido con respecto a Dios. El sacerdote trató de consolarme y me explicó que el Señor tenía un propósito para todo.

—A veces Dios pone obstáculos en nuestro camino para medir nuestra fe—me dijo con ternura.

—Pero, Padre—repuse—, ¿si Dios lo mueve todo, por qué nos pone cargas tan pesadas? No es justo tanto sufrimiento. Mi familia ha sido muy fiel. Usted sabe, usted muy bien lo sabe. Nosotros siempre hemos llevado los mandamientos de la iglesia.

—No debes expresarte así de Dios. Recuerda que a Él no debemos juzgarlo.

—¡Es que esta carga es demasiado grande!

—¡Hija, paciencia, paciencia! El evangelio expone: «Las almas que sufren en este mundo perecedero tendrán su recompensa en el cielo». Y te digo, los tesoros de la tierra pasan; sin embargo, los del reino de Dios son eternos. Esos sufrimientos que hoy atormentan a tu familia pronto pasarán. Él nunca se olvida de sus hijos.

—¡Ay, padre! Es que parece que cuando rogamos, Dios se tapa los oídos o mira para otro lado.

El sacerdote guardó silencio por unos segundos. Luego me dijo que este tipo de pensamientos no eran de una jovencita cristiana como yo. Quiso recordarme todas las bondades que Dios había tenido conmigo y mi familia. Un tanto sobresaltado, me acusó de desconsiderada. Yo quise defenderme, pero me interrumpió abruptamente ordenándome rezar cinco Padre nuestro y diez Ave María.

—Ve, el Señor te perdona, pero no peques más ni con acciones ni con pensamientos inmorales hacia Él.

No respondí. Me levanté del banquillo y en silencio salí de la iglesia con el mismo ardor con que entré. Los consejos del párroco me parecieron inútiles porque las prédicas no aliviaban las penas de mi madre, quien se gastaba en la agonía del marido moribundo. Tampoco las plegarias hacían aparecer comida en la mesa. Me quedé rondando en el patio de la iglesia, no porque necesitara permanecer más tiempo allí, sino porque quería evitar el cuadro purulento de mi casa. No tardó mucho tiempo en acudir a mi mente un despliegue de culpas que me obligaron a volver con mamá.

Ni bien entré, una voz frágil pedía auxilio. Mi madre, cada vez más arrugada y débil, intentaba dar vuelta al cuerpo inerte sobre la cama. El hedor era insoportable. Sentí repugnancia al ver a mi padre cubierto de su propia mierda. De nuevo aquellos pensamientos aparecieron en mi cabeza. Concluí con una pregunta: ¿qué le habremos hecho mi padre, mi madre y yo a Dios para que descargue toda su maldita ira sobre nosotros?

Esta vez sentí miedo. Quise pedir perdón por mi sacrilegio golpeándome tres veces el pecho, pero mis manos aún sostenían el cuerpo de aquel que un día fue un hombre productivo y admirado y, hoy, ni siquiera puede cagar por sí mismo.

Cuando estuvimos en la cocina le expliqué a mi madre lo que había estado pensando con relación a nuestra desgracia. Sin esperar a que terminara de contarle empezó a llorar sin consuelo.

—Dios nos da libertad, nos deja decidir. Recuerda, hija, que tenemos libre albedrío, podemos hacer lo que queramos. Nuestro Padre celestial no nos impone nada. Por tanto, mi niña, mi niña querida, los únicos culpables de nuestras calamidades somos nosotros mismos por pecadores, no Dios.

No dije nada más. Era inútil, mis argumentos contra Dios no tenían ninguna validez para ella. Fui a mi cuarto, recordé las asignaciones del padre, mas no sentí necesidad de cumplirlas. Me quedé dormida un rato. Desperté con los sollozos desesperados de mi madre. Caminé hasta la sala y noté que allí estaba el hombre encargado de cobrar la mensualidad de la casa. A pesar de las lágrimas y la humillación le entregó el papel de desalojo y se marchó.

Mamá, sin percatarse de mi presencia, secó sus lágrimas y regresó a la habitación a cuidar a papá. Se quedó allí el resto del día. A la mañana siguiente, puso una nota sobre mis manos y me pidió llevarla al padre Ramón. De inmediato fui a la casa curial y llevé el recado al sacerdote. El cura me ofreció asiento. Leyó el papel. Entró a su habitación. Trajo consigo un sobre amarillo y me lo entregó diciendo:

—Dios siempre provee, hija mía. Lleva esto a tu madre.

Así lo hice. Mamá recibió el paquete con cierta tristeza. No quise preguntarle qué le sucedía. Le ayudé a preparar algo de comer y a lavar la ropa. También, limpiamos a papá. Luego me encerré en mi cuarto y traté de no escuchar lo que afuera sucedía. Cansada de mi encierro decidí dar una vuelta. Caminé hasta la parroquia. Estaba cerrada, pero en una de sus puertas había un letrero. Me acerqué y empecé a observarlo. Me dispuse a leerlo: «Bienaventurados los que sufren…». Fue lo único que pude descifrar. Una mano áspera y fuerte tapó mi boca con un pañuelo hasta que perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba desnuda, vendada y atada de pies y manos sobre una cama. Un temor obsceno se apoderó de mi alma. Pensé lo peor. Sentí que alguien se aproximaba, percibí un olor penetrante y seco. Era una especie de perfume con una fragancia muy fuerte. Un poco conmocionada, me apresuré a gritar:

—¿Dónde estoy? ¡Ayúdenme! Por favor, suéltenme, me están haciendo daño.

Pero ninguna voz respondió. Entonces una mano fría se posó sobre mi vientre. El corazón se me apretó. La mano subió y presionó con fuerza uno de mis senos. La otra se posó sobre mis piernas y las amasó con una cadencia demoníaca. Yo gemía de dolor. La sangre se abocaba violentamente en mi pecho y el sudor que se desprendía de mi piel inundaba la cama.

—No, por amor a Dios, no me hagan esto—dije mientras algunas lágrimas caían por mis mejillas.

Fue inútil, las extrañas manos seguían rozando mi cuerpo. Sus dedos rodaban por mis pechos, por mi vientre y se acercaban muy despacio a mi sexo. Dejé de sentirlos por unos instantes hasta que con uno de ellos me penetró despacio. El dolor incrementaba según se iba introduciendo. La desesperación carcomía mi templanza.

—¡Dios mío, ayúdame! ¡Padre santo, solo tú puedes salvarme! —rogué desesperada.

Entonces el dedo, aún dentro de mí, empezó a moverse con más violencia. La otra mano apretaba con fuerza mi seno izquierdo. El dolor era insoportable. Después de unos minutos, sacó el dedo y sentí su pene erecto presionando mi pecho. Tomada por la angustia, empecé a susurrar el Padre nuestro:

—Pa-a-dre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…

El hombre, al escuchar mi ruego, me tapó la boca con un trapo. Luego rozó mi cara y, finalmente, metió su pene. Musitaba como podía mi sufrimiento. Fueron treinta y seis penetraciones consecutivas, hasta que ese monstruo depositó toda su porquería dentro de mí. Sentí que un líquido espeso rodaba por mi vagina. Con el alma y el cuerpo destruidos, me desmayé.

Desperté en mi casa. Unos vecinos me habían encontrado sin conocimiento cerca del canal de regadío. Mi madre lloraba a mi lado, mientras repetía con pesadez:

—¡Dios mío, perdona mis pecados!

Con un poco de esfuerzo y con la ayuda de mamá, pude levantarme. Entré al baño y dejé que el agua cayera sobre mí, pero de nada servía porque seguía sintiéndome sucia. Esa noche no pude dormir sola, tenía miedo, aquel evento me había marcado para siempre. Todos los lugares, todas las horas eran inseguras. Mamá se quedó conmigo.

Permanecí varias semanas sin salir del cuarto. Mi madre se ocupaba sola de los quehaceres de la casa y del cuidado de papá. Todas las noches se recostaba conmigo hasta que me quedaba dormida, luego volvía a acompañar al marido agonizante.

A la tercera semana de mi encierro, tuve un traspié mientras salía del baño. Debí marearme por más o menos tres minutos. A partir de ese día, todo lo que comía me caía mal. Vomitaba a cada momento y no tenía fuerzas. No quise decir nada a mi madre para no agregar otra piedra a su pasada carga. Pensando lo peor, decidí conseguir una prueba de embarazo. Le dije todo a Carla, una vieja amiga de la escuela que había sido entregada a su novio después de que su padre los descubriera teniendo sexo en su habitación. Ella trabajaba en una farmacia y conocía de estas cosas. Me consiguió la prueba, la utilicé y salió positiva.

Mi agonía aumentó. Me sentí más miserable, consideraba mi vida un desperdicio. Un ser a quien le habían matado el alma y ultrajado sin compasión el cuerpo. En varias ocasiones pensé suicidarme. Llegué a colocar una navaja de afeitar al borde de las venas de mi muñeca izquierda, pero carecía de valor para tan enorme acto.

Ante esta realidad, las alternativas eran pocas. Por más que lo intentaba, no aceptaba la idea de tener un hijo producto de una violación. Aquella criatura me recordaría para siempre ese crimen atroz. Pensé mucho en abortar. Consulté de nuevo a mi amiga, según me había contado, tuvo que abortar en varias ocasiones mientras vivía con sus padres.

—Si yo fuera tú, no lo pensaría dos veces y aborto, porque tener un hijo de ese desgraciado será una tortura para toda la vida—me dijo Carla.

Me convencí de abortar. Preparé todo para ejecutar dicha operación. Carla me ayudó a conseguir los medicamentos y me explicó paso por paso el proceso. Sin embargo, la mañana que lo iba a hacer, mi madre se acercó a mí y, poniendo sus manos sobre mi cabeza, dijo:

—¡Ay, mi niña, mi niña querida! Yo sé lo mal que la has pasado en estos días, pero quiero que sepas que puedes contarme cualquier cosa que te esté atormentando. ¿Sabes? Las penas, cuando se comparten, duelen menos. Recuerda que el dueño de nuestra vida es Dios y solo Él puede disponer de ella cuando quiera y como quiera.

Las palabras de mi madre se clavaron en mi conciencia. Provocaron que mis pensamientos y decisiones dieran un paso atrás. Después de escuchar su parsimonioso discurso, sentí una especie de deuda moral para con ella. Pero no quería hacerla partícipe de esto. Tal vez, por compasión, por evitarle un dolor aún más grande o, quizás, porque sabía que ella estaría en contra de cualquier acto que pusiera en peligro la vida de un ser inocente.

Por ese tumulto de pensamientos, decidí buscar la sabia opinión del padre Ramón. Caminé despacio hasta la iglesia. Aún sentía dudas de aquella visita; porque sabía, de alguna forma, lo que me diría el sacerdote. Llegó a mi memoria un ilustre consejo de mi maestro de lenguaje: «Mis niños, las personas cuando necesitan apoyar sus decisiones, buscan las opiniones de quienes saben que les aconsejarán lo que desean oír. Por tanto, cuando tengan grandes decisiones que tomar, consulten a muchas personas».

Decidí que después de hablar con el párroco iría a charlar con Carla otra vez. Llegué a la parroquia. Entré, lo busqué en todos los rincones y no estaba. En ese momento, la señora que limpiaba la iglesia estaba llegando, le pregunté por el padre y me contó que lo había dejado en la casa curial preparándose para oficiar una boda. Me dirigí a toda prisa hacia ese lugar. Toqué la puerta. El cura abrió y con un gesto placentero dijo:

—¡Buenos días, hermana! ¡Qué placer verte por aquí! ¿En qué puedo ayudarte?

Yo, pasmada, no pude articular palabra alguna porque mi nariz reconoció «en el representante del Señor» aquel maldito perfume.

Faustino Medina es profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Contacto: faustinomedina2683@gmail.com

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