Carnaval sangriento

Edwin Espinal Hernández

Santiago celebraba el carnaval a principios del siglo XIX. Tres días de fiesta, domingo, lunes y martes de carnaval precedían al Miércoles de Ceniza. El de 1805 se convirtió en una jornada de terror. El 26 de febrero de ese año, en la víspera de las celebraciones, el general haitiano Henri Cristóbal, al mando de una columna de nueve mil hombres, anunció su entrada a la ciudad, en su ruta hacia Santo Domingo para unirse a Jean Jacques Dessalines con el objetivo de reforzar el sitio a los franceses que la ocupaban, comandados por el general de división Luis Ferrand. Y declaró que si se le hacía resistencia no respetaría ni a los niños. Pero los santiagueros decidieron enfrentarlo. Grave error.

El moreno José Serapio Reinoso del Orbe, comandante general del departamento del norte español con asiento en Santiago, salió a su encuentro el Domingo de Carnaval, posicionándose en los cantones de Barrancón, con doscientos hombres; Hato del Yaque, donde situó a 200 hombres al mando de Manuel Reyes y emplazó dos cañones arreglados rápidamente; La Herradura, donde destacó cien hombres, y La Emboscada, en el que se estableció con una fuerza de doscientos hombres. Dos misiones de parlamentarios no hicieron desistir de aquella defensa. Abiertos los fuegos por la fusilería, el ataque fue horroroso. La artillería del fuertecillo del cantón de Hato del Yaque fue inutilizada y los sobrevivientes se replegaron a La Emboscada.

Los haitianos cruzaron el río y acabaron también con los sitiadores ubicados en aquel punto, Reinoso incluido, de un balazo por la espalda. Su saña fue tal que, pese a que su cadáver pasó a ser prácticamente irreconocible por la sangre y la polvareda, cada uno que le pasaba cerca le clavaba su bayoneta o su sable y su cabeza fue llevada como trofeo fijada en una bayoneta. En camino a la ciudad, acabaron con una compañía de 150 jóvenes que iba en auxilio de los vencidos.

Ya en Santiago, la sangre corrió por todas partes y la consternación fue general. Los haitianos ocuparon el centro de la plaza de armas cuando se celebraba la misa en la iglesia parroquial, a la que penetraron. Casi toda la vecindad estaba reunida allí, sumada a habitantes del campo que habían venido a comulgar por ser día de carnestolendas. Dos copones con ostias quedaron prácticamente intactos. Apenas se sintió el estrépito de las armas y el tropel de los caballos, todo se convirtió en desorden. Gritos de misericordia y actos de contrición llenaron el ambiente. Fernando Pimentel, un sastre mulato, no había tragado todavía el Cuerpo de Cristo cuando fue atravesado por una bayoneta. El que escapó en el templo murió en la calle al salir.

Hubo una carnicería espantosa. La ciudad se llenó de cadáveres y de sangre con los degollados y los acribillados por las balas. Las mujeres huían en tropel sin saber para dónde; ancianos y niños salían de sus casas despavoridos; madres con niños al hombro y otras buscando a sus maridos corrían desesperadas y algunos trataron de ocultarse en los matorrales de la sabana. El señor Pablo Blanco, sobresaltado y espantado, perdió el tino: abrazó a sus dos tiernos hijos y se lanzó al río Yaque desde la barranca. Francisco Campo (o Campos), miembro del consejo departamental, fue sacrificado ese mismo día y colgado en los arcos del ayuntamiento. Gaspar de Arredondo y Pichardo, quien plasmó sus recuerdos en una memoria en 1814, refiere que él, junto a José Minuesa, Carlos Mejías, Simón de Rojas y Carlos de Rojas hijo, fueron los únicos sobrevivientes de aquella terrible jornada.

El Martes de Carnaval se vieron colgados también en la casa consistorial Carlos de Rojas padre, Francisco Escoto, José Núñez y Bartolomé Forteza y se cita que el Miércoles de Ceniza fue asesinado el señor Juan Reyes. Los notables Juan Curiel, N. Delmonte, Norberto Alvarez, Antonio Rodríguez y Blas Almonte también fueron ahorcados en las arcadas del cabildo. En total, 13 personas, incluido el carcelero, sufrieron el suplicio de la horca en el consistorio.

El cura de la ciudad estuvo a punto de ser pasado a cuchillo junto a una fila de hombres y mujeres sobre la orilla de la barranca sobre el río; por la intercesión del ex esclavo Campo Tavares, antiguo diputado y coronel, quien había venido con las tropas de Cristóbal, fue destinado a prisión.

Varios paisanos se refugiaron en Moca y formaron una diputación que encabezó el cura fray Pedro Geraldino y que intervino ante Cristóbal en nombre del pueblo. La intercesión bastó para gozar de unos días de indulto. La multitud de cadáveres que resultó de la matanza fue arrojada a la sabana del pueblo por unos pocos sacerdotes que, reconvenidos para salvar sus vidas, tuvieron que entregar cierta cantidad de plata. Para cumplir aquella tarea piadosa, se emplearon hasta entrada la noche, arrastrando los cadáveres con cordeles. Se estima que más de 400 personas fueron muertas por los haitianos.

Después de haber fracasado en el sitio de Santo Domingo, en su retirada hacia Haití en el mes de abril, Cristóbal volvió a llenar de horror a los santiagueros. Altares, archivos y el reloj público y con ellos la ciudad toda fueron reducidos a cenizas. El cura Juan Vásquez, atormentado con crueldad en el cementerio, que estaba frente a la parroquia, fue sacrificado y su cuerpo quemado con los escaños del coro y los confesionarios. Veinte sacerdotes más fueron degollados. Todo el que no fue muerto fue llevado prisionero al Guarico (hoy Cabo Haitiano); octogenarios, como el vicario Pedro Tavares, 249 mujeres, 430 niñas y 318 niños hicieron el largo recorrido, que dejó a muchos muertos de hambre y sed por los caminos o ahogados en los ríos.

Las dantescas imágenes del degüello de 1805 debieron permanecer como referentes imborrables por décadas. Solo con el terremoto de 1842 – que destruyó la iglesia parroquial y el ayuntamiento, recordatorios cuasi perennes de aquel acontecimiento – y el proceso independentista, a partir de 1844, empezaron a desdibujarse de la memoria colectiva los recuerdos de ese episodio, que tiñó de sangre el carnaval santiaguero.

Fuentes: “Memoria de mi salida de la isla de Santo Domingo el 28 de abril de 1805”, por Gaspar de Arredondo y Pichardo; “Romance de las invasiones haitianas”, anónimo; “Informe presentado al Muy Ilustrísimo Ayuntamiento de Santo Domingo, capital de la Isla Española, en 1812, por D. José Francisco de Heredia y Mieses” y “Invasión de Toussaint Louverture”, por Alejandro Llenas, en Emilio Rodríguez Demorizi Invasiones haitianas de 1801, 1805 y 1822, Editora del Caribe, Santo Domingo, 1955.

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