El milagro

«Para mí, cada hora del día y la noche,
es un indescriptible y perfecto milagro».
Walt Whitman

Faustino MEl muchacho empezó a gimotear. Un catarro apretaba su pecho. Apenas respiraba con la boca abierta. Debió haberse mojado con el chubasco al venir de la escuela. Aquella maldita lluvia, que llevaba tres días y tres noches, empezaba a debilitarse. El lodo que trajo amasaba la casucha por fuera y por dentro, dificultando las caminatas rituales de la vieja. Por las yaguas, ya viejas, entraba un frío perverso al bohío y tomaba por los huesos aquellas tres almas que habían luchado tantas veces contra la muerte, perdiendo todas las batallas.

Sobre el viejo catre, el enfermo trepidaba mientras su piel se tornaba blanca, como si la calentura se tragara su color. A cada cinco minutos el moribundo se quejaba. La agonía del pecho apretado le atormentaba más que la fiebre. Y es que esa sensación de no poder respirar, de ahogarse lentamente en un mar seco, demasiado seco, hace que aún los hombres más feroces supliquen clemencia.

—¡Mama, tengo frío! —susurró el niño.

Carmen sabía que necesitaba conseguir medicamentos pronto o la fiebre se lo quitaría al igual que a Chepe. Se acercó al muchacho y cubriéndolo con su cuerpo le dijo:

—Pronto sanará, mi amoi.

La vieja, casi sin fuerzas, le colocaba paños húmedos en la frente. A pesar de que la mano de Dios le había fallado constantemente ella seguía clamando con esa esperanza que solo tienen los verdaderos creyentes o los pobres, aquellos que, para tener algo, asumen la fe; esa «pseudo-certeza» de lo que no se ve y apenas se siente. Cuando la calentura le daba tregua y el niño se dormía, se postraba frente al retrato de San Miguel Arcángel y pedía protección para su nieto.

Desde niña ha sido así. Cuando su padre, un viejo y amargado campesino, enfermó de cólera, la vieja pidió a Dios su amparo, su protección, su cuidado, pero no consiguió su favor; pues el enfermo murió a los seis días.

Niño enfermo 2

El muchacho se había dormido bajo el cobijo de la madre. Carmen sentía que la calentura aumentaba según iba pasando la noche. Se desesperaba al ver que la fiebre consumía a su pequeño poco a poco. Llegaban a su mente imágenes de la noche cuando Chepe dejó de respirar. Recordó la encomienda que le asignó antes de morir: «¡Cuídame ai niñito mío!». Le dijo pasándole un puñal de acero.

Esas palabras se plantaron en su cabeza para socavar la poca cordura que quedaba. Carmen se levantó desesperada a avivar el fuego.

—Debo di ai pueblo o se va morí —dijo al tiempo que metía pedazos de carbón al anafe.

—Dio nunca abandona a sushijo. No te preocupe, toi orando día y noche—expuso la vieja sumergiendo el trapo en el recipiente.

—Ya lo sé, mama, pero también necesitamo patilla, medicina—repuso Carmen.

—¿Y con qué cuaito la va conseguí? Tú sabe que no tenemo ni pa´ comía. Déjalo a Dio, Éi sabe lo que hace.

El muchacho volvió a quejarse. Esta vez, balbuceaba algunas palabras. Al parecer soñaba con Chepe. Le pedía al muerto que no lo halara hacia el agujero. Carmen, exasperada, gritó a la abuela:

—No, no pienso dejaí que mihijo se muera como Chepe, poi taí eperando a Dio. Iré poi la medicina, aunque tenga que arratraime y pedí limona.

Pedro_Lira_Niño_enfermo

El niño empezó a toser con violencia. Parecía que se le desprendía el alma cada vez que pronunciaba un quejido. Al lado de su cama, la vela casi gastada envolvía la habitación en una de esas tristezas que algunos curan con la muerte y otros, menos valientes, con tiempo y olvido. Carmen seguía dudando de las destrezas de Dios como médico.

—¿Poi qué Dio aprieta tan fueite a lo débile? —comentó—, parece como si se gozara con nuestro doloi.

La anciana se levantó con violencia, puso el rosario al lado del cuadro del ángel y señalando molesta a Carmen, le dijo:

—Si no quiere que la muela a palo, cállese.

Carmen no entendía la devoción de la vieja hacia un Dios que al parecer lo único que destinaba para su familia era dolor.

Ambas estaban condenadas a una especie de viudez irremediable. A la vieja se le habían muerto tres hombres. El primero, sucumbió desnucado cuando una mula entrada en calor lo tumbó camino al conuco. No le dio tiempo de embarazarla, por eso lo olvidó pronto. El segundo, fue encontrado muerto en el río. Le propinaron once puñaladas en la espalda. Nunca nadie supo por qué ni quién había cometido aquel crimen. Tampoco la preñó. El tercero y último, murió encima de ella. Aquella noche, el difunto la dejó encinta. Por eso, o por temor a la muerte, o porque ya se sentía una anciana, la vieja decidió no volverse a casar. Carmen, quizás por ser el fruto de las últimas ganas de un muerto, sufre los mismos o peores males.

La fiebre no cesaba. El muchacho seguía temblando cubierto en la sábana harapienta que envolvió a Chepe el día que murió. El quejido lento del moribundo pintaba en la morada la desolación de los marcados.

La vieja seguía a su lado. Había dejado el paño sobre su frente y oraba. El niño empezó a palpitar con más intensidad. La cama se movía al compás de su cuerpecito. Carmen tuvo que dejar el fogón y ayudarla a sostenerlo para que no se cayera. La piel del enfermo se quemaba. Tuvieron que sujetarlo por un buen rato mientras trepidaba. La vieja continuaba la súplica a San Miguel, le rogaba insistentemente que le protegiera de la muerte. Al no ver ninguna mejora en el niño, volvió a sentir aquella angustia de tiempos pasados. Ese espantoso dolor que nace cuando se ve cómo se pierde una cruzada a pesar de tener al guerrero más poderoso.

—¡Se va morí ei muchacho! —gritó la vieja desesperada.

—No, iré caminando ai pueblo, poco faita pa´ que amaneca —respondió mientras regresaba del fogón un poco de té en una jarra.

La casita pintada de azul y blanco estaba ubicada lejos del poblado. Habían tenido que mudarse al monte porque fueron expulsadas de sus tierras, acusadas de brujería y de pactos diabólicos. La gente decía que habían matado a sus esposos cumpliendo una deuda con el diablo por favores recibidos. Ahora, estaban en medio de la nada, sin nadie que pudiera ayudarlas a salvar la vida del niño.

anciana rerzandoLa vieja, a pesar de todo, quería seguir creyendo en la bondad de Dios. Hacía las oraciones del rosario cada vez que los temblores pausaban.

Al terminar uno de esos rituales buscó su biblia que descansaba al lado del cuadro de San Miguel. Volvió lentamente al lado del nieto y con la miserable luz de la vela casi gastada leyó:

«Tú, que vive ai amparo dei Aitísimo
y reside a la sombra dei Todopoderoso,
di ai Señoi: “Mi refugio y mi baluaite,
mi Dio, en quien confío”.
Éi te librará de la re dei cazadoi
y de la pete peiniciosa;
te cubrirá con sus pluma,
y hallará un refugio bajo sus ala».

Antes de que saliera el sol, Carmen, enganchando el puñal en la cintura, emprendió su camino hacia el pueblo. Le esperaban unos treinta kilómetros. Pudo cruzar el lodazar con los pies cubiertos con fundas y los zapatos envueltos en un saco que llevaba en las manos.

Al salir a la carretera la encontró cubierta con una tinta negra y dura. Ya no era de tierra. Unos hombres con grandes máquinas la habían construido. Chepe trabajaba en aquel camino cuando enfermó. El gobierno le había contratado para que cortara algunos árboles que obstaculizaban el trayecto de la autopista. Nadie pudo explicar con exactitud cómo se infectó. Algunos dicen que sucedió cuando Chepe estaba en el monte haciendo caca; una culebra venenosa se le acercó y, sin que él la notara, lo mordió. La abuela trató de sacarle el veneno, pero cuando lo trajeron ya era tarde. Una fiebre de tres días lo mató. Murió en la misma cama y envuelto en la sábana que ahora utiliza el niño.

Carmen había recorrido un gran trecho del camino sin detenerse. Una carreta de metal tirada por un caballo salió del monte y, al alcanzarla, se detuvo a su lado. Era uno de los hombres que trabajaba en la vía. Iba al pueblo a buscar provisiones. Se ofreció a llevarla. La mujer dudó unos instantes de este extraño porque la abuela le contó cómo hombres de ese tipo la habían violado de joven. Tenía miedo, pero estaba cansada y muy preocupada por la medicina de su hijo. Decidió aceptar el favor y subió a la carreta que continuó su marcha.

—¿A dónde va, señora? —preguntó el hombre.

—Voy ai pueblo, necesito medicina pa´ mihijo—respondió.

—¿Qué tiene ei muchacho?

Con la esperanza de que el extraño se compadeciera de ella y la ayudara dándole algo de dinero o medicina, Carmen le contó sus problemas. Al terminar su relato, el conductor se apartó de la carretera, detuvo la carreta y dijo:

—Puedo ayudaila.

—¿De veidá?, Dio se lo pague, ¡buen hombre!

—Epérese, uté, uté sabe que to tiene un precio—dijo.

—Pero poi Dio, yo no tengo ni en qué caeime mueita —le recordó Carmen.

—E´ simple, nomá tiene que abrime la pieina por unos minuto y le daré ei dinero pa´ la patilla de, dei muchacho.

—Pero, señoi, compadécase de mí, soy una pobre viuda—suplicó.

—Yo, yo no doy limona, esa e´ mi ofeita. Tómela o déjela.

Ella titubeó, no quería acostarse con este extraño. Le daba repugnancia el hecho de pensarlo dentro de ella. Además, aún guardaba luto por Chepe. El único hombre que la había tenido. El padre de la criatura que yacía moribundo en el rancho.

—No puedo, señoi, pero toy dipueta a hacei cuaiquiei otra cosa.

—De ti, mujeicita, solo quiero eso.

Carmen se negaba a someterse a este acto tan inmoral. No por temor a Dios, sino porque odiaba la prostitución. Siempre maldecía a la prima Santa, una mujerzuela que se había dedicado a dar placer por dinero; y, para colmo de la ironía de Dios, después de haber gastado su «popola» con miles de machos, encontró a un viejo rico que la sacó de la «mala vida» que llevaba.

El hombre, sin mover la carreta, aún esperaba que cambiara de opinión. Deseaba cogérsela porque hacía más de setenta días que no tenía una mujer.

—¿No, no quiere saivai ai muchacho? —preguntó desesperado.

Entonces Carmen creyó escuchar el llanto de su niño que moría de fiebre.

—Tá bien, señoi, lo haré.

El hombre escondió la carreta en el matorral y se adentraron en el bosque. Después de unos quince minutos, Carmen regresó. Tomó la carreta y fue al pueblo a comprar la medicina de su hijo.

Llegó al bohío.
Dio la medicina al niño.  
Lo miró por unos instantes mientras le acariciaba el rostro.
Se levantó.
Salió de la casa.
Fue a la cañada y lavó unas gotas rojas que decoraban su cuerpo.


Nota biográfica

Faustino Medina, profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.
faustinomedina2683@gmail.com
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