Esa noche, Aurora Solás llegó a su casa pensativa, aunque entendía que no había razón para estar triste por eso, y que, al contrario, debía sentirse alegre, optimista porque estaba formándose como profesional, al tiempo que aprendía cosas nuevas de la vida, de la sociedad, de la familia, del individuo. Sin embargo, ahí estaba precisamente su problema, pues cada nuevo conocimiento la hacía comprenderse más a sí misma y descubrir otros aspectos de su entorno social y familiar. Estas cosas la asustaban y le provocaban desasosiego interior porque, en lugar de llevarla a conciliar con su realidad, la estaban induciendo al cuestionamiento y posterior rechazo.
Siempre le habían dicho que la mujer tenía que casarse joven porque luego se le haría muy difícil conseguir marido, y peor aún si primero se hacía profesional, pues a los hombres no les gustaban mucho las mujeres muy intelectuales y sabihondas. Y ella sencillamente siguió la tradición, se casó a los dieciocho con Rafael Peguero, su único novio, justamente al terminar ambos la secundaria. Como por inercia entraron los dos a la universidad, él a la carrera de ingeniería y ella a administración de empresas.
Para poder estudiar y mantenerse, ambos laboraban en jornada de medio tiempo. Apenas habían cursado el primer semestre cuando Aurora quedó embarazada. A pesar del embarazo ella continuó estudiando. Él, en cambio, decidió dejar los estudios y dedicarse por entero a trabajar, porque con la llegada del niño, decía, se iban a necesitar más ingresos en la casa. Pero eso sí, le prometió a su mujer, este retiro no era definitivo, pues tan pronto como las circunstancias se lo permitieran retornaría a la universidad. Así fue pasando el tiempo y Rafael nunca regresó a las aulas, cada día se le hacía más difícil retomar el impulso necesario para volver a estudiar. Luego, el cansancio y la pérdida de hábito de estudios le fueron ganando la batalla y se dio por vencido. Siempre que Aurora le abordaba el tema de su regreso a la universidad él la disuadía diciéndole que pronto regresaría. Finalmente, un día le dijo de manera cortante que continuara y terminara ella sus estudios, que después de esto él retornaría. Ella sabía sin embargo que eso nunca sucedería. Esta decisión de su marido la desconcertó, ya percibía el distanciamiento entre los dos, ella se educaba, refinaba modales y comportamientos y él, en cambio, se volvía cada vez más tosco y menos cordial en su trato hacia ella.
En principio Aurora le contaba de sus experiencias en la universidad, de sus avances y aprendizajes y él la escuchaba con atención. Pero conforme pasaba el tiempo y avanzaba en la carrera lo iba notando más y más distante, huraño, huidizo, sin deseos de escucharla. En una ocasión él le contó muy cabizbajo que uno de sus compañeros de trabajo había sido abandonado por su esposa, a quien había apoyado para que se hiciera abogada. Sucedió que ella se enamoró de un ingeniero cliente suyo y una mañana le dijo tranquilamente al marido que ya no quería vivir con él, que recogiera sus cosas y se le fuera de la casa. Aurora palideció al oír aquella historia, se le acercó y le dijo con ternura: “mi amor, esto no tiene por qué pasarnos a nosotros, yo te quiero y no importa que sea profesional y tú no, siempre te respetaré y te amaré igual”. Pero él la apartó con brusquedad, se paró de su asiento y se fue a la calle de donde regresó en la madrugada. Después de aquello, las cosas nunca volvieron a ser como antes. Él se distanciaba cada día más, se irritaba con facilidad y comenzó a agredirla verbalmente y a tratar de disminuirla y ridiculizarla en público. Ella trataba de sobrellevar la situación, le hablaba con cariño pero él no quería escuchar, se empeñaba en halagarlo con cualquier pretexto pero él solo mostraba indiferencia.
Cuando le tocó tomar aquel curso de sociología general, nunca pensó que iba a resultar tan interesante. “¿Sociología?”, se preguntaba con impaciencia aquel primer día de clases mientras esperaba con el resto de sus compañeros la entrada del profesor. “¿De qué rayos tratará esta materia?, debe ser una pérdida de tiempo más –siguió elucubrando-, uno de esos cursos en donde el profesor se las pasa haciendo chistes o narrando anécdotas de su familia o sobre sus fabulosos estudios en el extranjero y al final da un folletito o dos capítulos de un manual añejo y allí termina todo”. Pero no, nada de eso, el curso resultó maravilloso, ameno, iluminista y retador. Aurora se deleitaba escuchando las cátedras y leyendo el material asignado por el profesor. Cuando se estaban distribuyendo los temas para los trabajos grupales de investigación del curso, no vaciló en escoger el de la “Violencia Intrafamiliar”. Por varias semanas estuvo con sus compañeros revisando información documental y entrevistando a mujeres, hombres y personas conocedoras del tema. En este solo trabajo aprendió por ella misma como nunca había aprendido en curso alguno, decía a sus amigos. Supo de la perspectiva sociológica de la violencia intrafamiliar, de las relaciones de poder envueltas en este tipo de violencia, de los actores más vulnerables en estas relaciones de poder y de los tipos de violencia, entre otros aspectos de la temática.
Una tarde en la terraza de su casa, mientras el grupo se encontraba reunido discutiendo y preparando la exposición que harían en el aula la semana siguiente, Rafael llegó del trabajo más temprano que de costumbre y al entrar alcanzó a escuchar algo que al parecer le había llamado la atención. Esa noche, cuando creyó que Aurora estaba dormida, se deslizó sigiloso hasta la mesa donde ella había dejado el material del trabajo que elaboraba para su curso. Ella, que había estado muy tensa desde que lo vio llegar inesperadamente esa tarde, no estaba aun dormida y lo escuchó moviendo sus papeles. Se levantó, caminó hacia él y le preguntó: «¿qué haces hurgando entre mis cosas?”. Él se levantó y en forma violenta arrojó al piso todos los libros y papeles que había sobre la mesa, mientras con unas hojas escritas entre las manos le gritaba: “¡Esto es lo que te pasas haciendo todo el tiempo, maldita e ingrata mujer, inventando infamias en contra de los hombres! ¡Eso es lo que te está enseñando ese sociologuito mequetrefe que decías esta tarde cuando entré a la casa que era el mejor profesor que habías tenido! ¡En estas pendejadas te gastas el tiempo mientras yo me rompo la hiel trabajando para que tú te hagas profesional, maldita sea!”
Aurora estaba petrificada, sin poder emitir palabra. Nunca lo había visto tan furioso y violento, cierto que a menudo discutían, que a veces la ofendía verbalmente y que últimamente le reclamaba que se ocupara más de la casa, que esos estudios suyos iban a acabar con su matrimonio, pero jamás había pasado de ahí. Él la tomó por un brazo y de un tirón la arrojó al piso mientras le gritaba: “¡Con que estás estudiando la violencia intrafamiliar, qué bien, magnífico, porque esto te va a servir para que lo pongas como ejemplo en tu trabajo y para que le cuentes a todos lo violento que es tu marido!”. Ella lloraba y le imploraba que no la maltratara. “Oh, por Dios, Rafael, ¿por qué me haces ésto, por qué? ¿Qué mal tan grande te he causado? ¿Qué es lo que me reclamas? No lo puedo entender, mi Dios, de verdad que no lo entiendo”. ¡Qué ironía –pensaba en lo profundo- y qué vergüenza. Nunca creí que se atreviera a tanto! ¿Cómo puedo ahora seguirlo respetando sin irrespetarme a mí misma? ¿Cómo puedo ahora mirarlo a los ojos con ternura si lo que siento es miedo y vergüenza?” A pesar del terror que sentía, aún tuvo valor para decirle entre sollozos: “¡Oh Rafael, Rafael!, ¿por qué te haces esto?, ¡pobre de ti, pobre de ti! Si tan solo pudieras sospechar el daño que te haces al dañarme, si pudieras comprender cómo te degradas ante mí y ante todos al degradarme, cómo te empequeñeces al tratar de empequeñecerme, cómo te autodestruyes al tratar de destruirme. Si pudieras entenderlo aunque fuera un poco, estoy segura que te arrepentirías de inmediato y me pedirías perdón o te morirías de la vergüenza”. Esas palabras suyas lo enfurecieron aún más. La levantó por los cabellos y luego la golpeó contra la pared mientras le gritaba: “¿Con que quieres que me sienta culpable, eh? ¿Eso también te enseña tu sociologuito, no es cierto, eh… algunos trucos para desarmar al agresor, verdad, eh? ¿Crees que soy tonto, un estúpido? ¡Vamos, habla, habla, no te quedes callada!”
Ella prefirió no decir más, entendía que ya había dicho suficiente. Él, por su parte continuó golpeándola y gritándole oprobios. “¡Anda, dime, qué más te enseña tu querido profesorcito, cuéntamelo todo tal vez pueda yo también instruirme para satisfacerte mejor, para estar a la altura de tu estirpe profesional!” La levantó de nuevo y volvió a arrojarla con violencia inusitada al piso. Luego, tiró los papeles que aún tenía entre las manos y salió de la casa como una flecha de fuego disparada al corazón de la noche. Ella se quedó allí tirada, sollozando su infortunio, hasta muy entrada la madrugada. Pensó mucho esa noche, pero no quiso presentar ninguna denuncia a las autoridades por lo sucedido, siendo que era la primera vez que la agredía físicamente, consideró prudente esperar, a sabiendas de que podría estar cometiendo su más grave error.
En los días que siguieron no volvieron a hablarse, él se levantaba muy temprano, se iba a su trabajo y volvía tarde en la noche. Ella, con gran desasosiego, seguía asistiendo a la universidad. El día de la exposición estaba extremadamente tensa y asustada. Se la veía mirar constantemente hacia la puerta sin que nadie entendiera la razón de su impaciencia. Al terminar la exposición, ella desató en llanto y entonces narró lo que le pasaba. Contó que entre otras cosas, su marido le reprochaba que ella se sintiera superior a él porque era estudiante mientras él era un simple obrero, que su unión no funcionaría en el momento en que ella fuera profesional y él no, que era mejor que terminaran de una vez. El profesor hizo algunos comentarios y conclusiones y terminó la clase. Fue en el momento en que el profesor recogía sus cosas y ella le comentaba algo cuando él irrumpió en el aula. Cuando lo vieron ya estaba a pocos pasos de los dos, miró fijamente al profesor que aunque no lo conocía se percató de inmediato de quién era, luego clavó una mirada envenenada de rencor en el rostro transparente de la mujer. Acto seguido sacó una pistola que llevaba en su bolsillo y le gritó: “¡Esta es tu última cátedra, Aurora, porque no creo que después de esta tarde vayas nunca más a regresar a las aulas, pero esa última cátedra te la voy a dictar yo ahora mismo, estúdiala y disfrútala que te servirá hasta más allá de mi muerte, de tu muerte y la de este mequetrefe que te confundió la mente!” Dicho esto, se llevó la pistola a la sien y se disparó un solo tiro que le voló la masa encefálica, mientras su sangre bañaba los rostros sorprendidos de Aurora y el profesor.