Casi te veo por última vez

El teléfono sonó justo cuando mis ojos habían decidido abandonar el sueño.

—¡Aló! —dije con una voz de resignado.

—¿Señor Peña? —preguntó una mujer.

—El habla, ¿qué desea? —respondí.

—Debe asistir con urgencia al Hospital Central. Es su padre, está muy grave.

Dejé caer el teléfono  y me abandoné sobre la cama. Miré de reojo la vieja fotografía sobre la mesita de noche. Estaba gastada y, en ella, apenas se visualizaba la figura juvenil y excelsa de mi padre. La tomé en mi mano izquierda y con el pulgar tapé sin intención aparente el rostro de ese hombre que ahora perecía en una inmunda cama de hospital. La miré por largo rato y no pude pensar más que en aquel día en que abandoné mi casa porque, como decía mi padre, en ella no podía haber más de un hombre y, ese, era él.

Después de varios minutos de reflexión sobre una absurda imagen de mi infancia, me levanté de súbito. Sin tomar en cuenta la necesidad del aseo matutino, tomé mi pantalón negro y aquella vieja camisa de rayas que representaba el último obsequio de mi madre. Salí a la calle, aún sin deseos de ir a ver, quizás por última vez, a mi papá. Me causaba repugnancia la idea de visitarlo. Intenté varias veces detener mi marcha hacia aquella tortura. Llegaban a mi mente un tumulto de recuerdos que agitaban la última gota de cordura que vagaba en mi cabeza.

—¡Detente por favor!

Creí escuchar a mi madre que gritaba desesperada. Aquella voz, hizo que paralizara mi paso por unos instantes.

—Hay muchas maneras de matar a la gente, sin quitarle la vida. —repetía con tono casi mudo mi madre.

Siempre encontré en sus ojos motivos para odiar a aquel ser que sólo destinaba para ella angustia e impotencia. Estaba dispuesto a dar mi vida a cambio de que esa mujer hubiese tenido mejor suerte. Pero ya era demasiado tarde. Aún me niego a creer que fue el cáncer de su Seno el que la mató y no, el que él dejó en su corazón.

Después de varios minutos de cavilación inútil continúe mi camino hacia el encuentro indeseado. La calle nunca fue tan fría y silenciosa. Incluso los indigentes parecían haber encontrado un hogar.

Al fin, llegué a la puerta de aquella casa de abandono. Traté de preguntar en la recepción por la habitación donde estaba alojado, pero una enfermera me indicó que en aquel lugar no había habitaciones personales y que los moribundos estaban en la sala sesenta y seis. Me dirigí despacio hacia aquella dirección. Intenté no mirar al interior de los demás cuartos. Pero fue imposible dejar de ver la habitación sesenta y tres. Allí una mujer joven lloraba mientras sujetaba la mano de un anciano. Observé por unos instantes aquel acto hasta que la mujer me pidió intimidad con sus ojos húmedos.

Llegué al cuarto. Había seis camas desocupadas y en la número siete estaba él. La pesadez del momento trajo a mi mente una serie de reclamos al destino: ¿por qué tuvo mi madre que morir antes?, ¿por qué mi hermana nació de otro hombre?, ¿por qué toda la familia de él estaba fuera del país o muerta?, ¿por qué me toca a mí estar con este hombre que parece un ser extraño ante mis ojos?

Dejé de pensar y me acerqué. Los ojos del moribundo se pasmaron en mí. Me gritaban sus inentendibles deseos. La enfermera que le atendía, me miró y me preguntó si era su hijo, no le contesté. Ella arrastró una triste mirada sobre mí y salió de la sala.

El viejo moribundo dejó salir algunas lágrimas. Intentó extenderme su mano. Yo continué inmóvil. A penas podía mirarlo. Sentía deseos de vomitar, mientras aquel hombre seguía ofreciéndome su triste mano. Me acerqué a la ventana buscando en la calle algún motivo para salir de aquel cuarto. Sin embargo, afuera todo parecía muerto.

Volví mis ojos hacia él. Su arrugada mano se empeñaba en tocarme. Me acerqué. Lo miré. Su rostro se tornó amarillento. Luego de observarme unos instantes su mano se desplomó sobre su pecho.

Su corazón se detuvo. Continué ahí por varios segundos y, sin ningún tipo de pesar, salí de aquella habitación. Regresé a mi casa. Encendí la radio y me recosté en mi cama. De repente el teléfono sonó. Mis ojos continuaron cerrados. El aparato insistía, hasta que la maquina contestadora me rescató. Una voz, cansada y vieja dijo: ¿Señor Peña? Por favor, cuando escuche este mensaje, asista con urgencia al Hospital Central. Es su padre, está muy grave.

Abrí mis ojos, coloqué la foto en el viejo baúl y volví a dormir.

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