La resolución de Fragata fue tan sorprendente que hasta doña Ana se sintió conmovida. Doña Ana no dijo media palabra, pero se mantuvo en la puerta, pálida e inmóvil, hasta que Fragata desapareció por la esquina balanceando su enorme cuerpo.
La muchacha había llegado hacía un mes. Mucha gente la vio entrar en la callecita, caminando junto a una carreta que llevaba muebles y litografías de imágenes religiosas, pero a ninguna se le ocurrió pensar que iba a vivir allí. Era una criatura tan extraña, tan gorda, tan fea, y llevaba la cara tan pintarrajeada, que la gente pensó —vaya usted a saber por qué— que iba a seguir de largo, buscando el camino de Pontón. Por esa causa fue mayúsculo el asombro cuando a una voz suya el carretero detuvo el mulo frente a doña Ana, en la puerta de una casucha vacía que estaba desalquilada desde mucho tiempo atrás.
Algunos vecinos se detuvieron a observar. La muchacha buscó en su cartera una llave y abrió el candado. Durante unos minutos pareció registrar adentro; después salió y empezó a dar órdenes al carretero. Jamás, desde que existía aquella callecita, se había oído por allí una voz tan estentórea.
El lugar era pobre. Excepto la de doña Ana, la de don Pedrito y alguna más, las casas eran bohíos. La calle nunca había sido arreglada. Se acumulaban allí, confundidas, tierra, yerba y piedras, y cuando llovía se formaban lodazales. Pero esa misma miseria daba al sitio un aspecto austero, al que contribuía la falta de pintura en los frentes de las viviendas. La gente no se sentía a disgusto, porque, como decían a menudo los vecinos, aunque la calle no era vistosa, las personas eran decentes. Siempre había sido así, hasta que llegó Fragata.
Al escándalo que hacía ésta dando órdenes al carretero, se asomó doña Ana a la puerta. Quedó confundida y en el acto se sintió molesta. Don Pedrito, un viejo comerciante retirado, de esos que llevan siempre las manos a la espalda, se acercó con ánimo de comentar.
—Tiene todo el aspecto de una fragata, ¿verdad, señora? —dijo don Pedrito.
Doña Ana, que no encontraba en quién descargar su disgusto, le dio por toda respuesta una mirada fulminante y no puso atención en el símil; ello no fue obstáculo para que éste tuviera éxito, pues a poco la muchacha gorda fue conocida de chicos y grandes por Fragata.
Fragata era enorme, y lo parecía más porque vestía trajes transparentes de colores claros, que la hacían ridícula. Tenía una cara de facciones groseras y causaba malestar vérsela tanto y tan mal pintada. A veces se ponía en la cabeza lazos de cintas, como si hubiera sido una niña de pocos años. Caminaba abriendo las piernas y balanceando dos brazos cortos, pero gruesos hasta lo increíble.
Desde el día de su llegada empezaron a visitarla los tipos más raros y a la segunda noche hubo escándalo en su casa. La pequeña calle dormía ya cuando se oyeron gritos, maldiciones y carreras. A la mañana siguiente, acompañada de un policía al que hacía reír con lo que le iba diciendo, Fragata apareció en la esquina con la cabeza vendada. A un hombre que pasaba se le ocurrió hacer un chiste a costa de ella, y sin respetar la presencia del policía, Fragata empezó a insultarlo a grito pelado. A partir de ese día doña Ana inició la ofensiva sobre su marido.
—Esto es insoportable —le decía—. Mira lo que hemos ganado por venir a vivir a semejante barrio. ¡Bonito ejemplo para los niños!
Los niños, sin embargo, no comprendían nada. Fragata era una diversión para todos los de la calle. Así, grande y gorda como era, se ponía a jugar con los pequeños, a perseguirlos y gritarles palabras extrañas, que parecían sucias, pero que estaban matizadas de una ternura conmovedora. Corría tras los muchachos, llamándolos por los nombres más raros y tirándoles piedras. Se reía a carcajadas con ellos y cuando alcanzaba a alguno se ponía a estrujarlo, a besarlo, tirada en pleno polvo de la calle aun cuando su traje estuviera acabado de planchar. Esto ocurría sobre todo de tarde, cuando el silencio era tal que la risa de Fragata podía oírse en los dos extremos de la calleja.
De noche empezaban a llegar a la casa de Fragata hombres que iban de otros barrios, mandaban buscar ron a la pulpería de doña Negra y armaban escándalos. Muchas veces la muchacha se emborrachaba y salía a la puerta gritando obscenidades. Una de esas noches insultó a don Ojito, venerable de una logia, que vivía tres casas más abajo de la de doña Ana.
Los sábados en la tarde Fragata se ponía su mejor ropa, algún traje lleno de arandelas y cintajos, y sacaba una silla a la acera y se sentaba allí muy circunspecta. Al mismo tiempo, nadie sabía por qué, las tardes de los sábados era cuando Fragata resultaba más agresiva, pues a la menor provocación respondía con sus peores insultos. Ocurrió muchas veces que estando en un cambio de palabrotas, la muchacha saliera corriendo después de haber cambiado súbitamente su cara feroz en un rostro lleno de alegría. Era que Fragata había visto a un niño y se había olvidado de todo. Entonces parecía diferente; sus ojos brillaban con una luz resplandeciente y se le advertía una especie de ausencia por todo lo que no fuera el niño. A veces recorría la callecita jugando como si no hubiera tenido más de siete años. En muchas ocasiones, tras haber perseguido a un muchacho, volvía a su casa y hallaba algún amigo esperándola; entonces se metía con él en sus habitaciones, volvía para cerrar la puerta de la calle y se quedaba adentro hasta que se la veía de nuevo despidiendo al visitante.
Los vecinos vivían escandalizados. Iban a comentar el asunto con doña Ana y aseguraban, muy serios, que eso no podía seguir. Doña Ana comentaba:
—Le dije muchas veces a Pepe que no me trajera a vivir en un barrio como éste.
—Pues mire, doña, que este lugar fue siempre muy pobre, pero muy decente —explicaba alguna vecina.
—No lo digo por ustedes —enmendaba doña Ana— sino porque a las orillas se lanza gente de mal vivir. Miren el ejemplo ahí.
“Ahí” era Fragata. En ocasiones doña Ana quedaba mal al señalarla, porque muchas veces la muchacha parecía transformada, convertida de súbito en un ser angustiado y digno de compasión. Se la veía caminar por la acera de su casucha, con las manos enlazadas en la espalda y la cabeza baja, y durante horas enteras permanecía silenciosa, sin responder siquiera a las provocaciones de los hombres que pasaban. En ocasiones entraba y se lanzaba sobre su cama a sollozar; otras veces cerraba la puerta y se iba, nadie sabía adónde, para retornar al día siguiente o dos días después.
Una tarde don Pedrito le contó a don Pepe algo extraño. Dijo que cierto conocido suyo había dormido en la casa de Fragata y a media noche la muchacha se levantó y empezó a pegarle y a insultarle. “¡Vete de aquí, condenado, maldito; vete o te voy a matar!”, gritaba Fragata. El hombre, que se había asustado, se asustó más cuando la muchacha pasó de los insultos al llanto y se le acercó, arrastrándose sobre el piso, para agarrarse a sus piernas, gimiendo desconsoladamente, quejándose de que ni él ni nadie pudiera darle un hijo. El hombre se vistió y huyó mientras Fragata, de rodillas en medio de la habitación, hablaba amargamente con sus imágenes litografiadas. Don Pedrito y don Pepe comentaron ese episodio de muchas maneras y convinieron en que Fragata estaba loca y era un peligro para todos; al final acordaron hacer algo para poner remedio a ese estado de cosas. Tal vez, sin embargo, no hubieran pasado de las palabras si al día siguiente no hubiera ocurrido lo que ocurrió.
Ese día siguiente fue domingo. En la noche acudió a la casa de Fragata más gente que nunca. Los viajes a la pulpería, en pos de ron, fueron incontables. A eso de las doce se oyeron voces airadas e insultos. En varios hogares de la callecita los vecinos despertaron y algunos llegaron a abrir sus puertas. Había un escándalo infernal, como si muchas personas hubieran estado pegándose entre sí, y se oía la voz estentórea de Fragata gritar:
—¡No me da la gana! ¡Mi cuerpo es mío y nadie manda en él!
Agregó varias rotundas aseveraciones, por las que el vecindario dedujo que Fragata estaba rechazando alguna insinuación que le había desagradado; después se la oyó amenazar con muertes. El tumulto fue de tal naturaleza que don Pepe tuvo que salir a la acera y reclamar silencio.
En las primeras horas del lunes don Pepe se fue a ver a don Pedrito y luego, acompañado de éste, se dirigió a la casa de don Ojito. A eso de las ocho estaban los tres reunidos con doña Ana en la sala de ésta.
—Lo que va a hacer es insultarlos, provocar otro escándalo y dejarlos en ridículo —dijo doña Ana cuando le explicaron lo que los tres señores habían acordado.
—No crea que pensamos distinto, señora —admitió don Ojito.
—Entonces, ¿para qué se molestan? ¿Por qué mejor no hablar con la policía?
—Lo haremos después que hayamos agotado los medios pacíficos, Ana —explicó su marido.
Serían las ocho y media cuando Fragata abrió la puerta y asomó por ella la cara, que —cosa rara— estaba desnuda de pinturas. Inmediatamente volvió a cerrar. Los hombres se cambiaron señales como diciéndose “ahora”; y atravesaron la calle. Muy circunspecto, don Ojito llamó con los nudillos. Cuando Fragata abrió, los señores entraron con solemnidad, como si cumplieran una visita de duelo. Desde la ventana de su habitación, doña Ana los vio entrar.
—En la que nos vemos, Señor, por vivir en este barrio. Dios quiera que esa mujer no empiece ahora a insultarlos —exclamó doña Ana, volviendo la mirada hacia sus santos.
Pero, cosa extraña, no oyó la voz de Fragata. Pasó un minuto, pasaron dos, tres, cinco, que a doña Ana le parecieron una hora. Fue adentro, limpió algunos muebles; después sintió rumor de pisadas y volvió a ver hacia la calle. En ese momento, silenciosos y al parecer impresionados, los hombres se dirigían hacia ella. Doña Ana corrió a abrir la puerta.
—¿Los insultó? ¿Qué dijo? —inquirió.
El que habló fue don Ojito.
—No señora. Nos oyó y se echó a llorar.
—¿A llorar?
—Sí, y dijo que si ella hubiera sabido que les estaba dando malos ejemplos a los niños de por aquí, se hubiera mudado hacía tiempo. Preguntó por qué no se lo habíamos dicho antes.
Doña Ana parecía negada a comprender.
—¿Preguntó eso? —articuló vagamente. Y de pronto buscó con la mirada a su marido—. ¿Dónde está Pepe? —inquirió volviendo la cara a todos lados, como si tuviera miedo de que Fragata lo hubiese fascinado.
Pero en eso oyó la voz de su marido que sonaba en el patio ordenando a un sirviente que buscara una carreta o, en su falta, algo que sirviera para una mudanza pequeña.
—Ella dijo que quería irse hoy mismo, ahora mismo —explicó don Pedrito.
Doña Ana salió a la puerta. Estaba pálida y silenciosa. Durante más de media hora, mientras llegaba la carreta y la cargaban, esperó allí, sin moverse y sin hacer un comentario. Vio a Fragata salir, tan pintarrajeada como siempre, con un traje azul claro y vaporoso que la hacía ver más gorda aún. El sol ardía en la pequeña calle, llena de polvo, yerbajos y piedras, orillada de casuchas miserables. La carreta iba despacio, bailoteando. Fragata marchaba a su lado. Al llegar a la esquina la muchacha se detuvo un instante y volvió la cara. Desde su puerta, doña Ana estaba observándola. Durante unos segundos Fragata contempló la calleja, triste y sucia, y los árboles que ocultaban a lo lejos el camino de Pontón; después giró y echó a andar de nuevo.
La carreta empezaba a doblar la esquina. En el silencio de la mañana se oían distintamente sus crujidos, los golpes de sus ruedas contra las piedras. No tardó en desaparecer, con su marcha bamboleante. Tras ella desapareció también Fragata.
Mujer al fin, doña Ana pensó un momento en aquella mujer que se iba así, sola, nadie sabía adónde. Le pareció que la vida era dura con Fragata. Pero reaccionó de pronto.
—Se lo merece, por sinvergüenza —dijo en alta voz.
Y antes de entrar contempló la callecita, que volvería a ser apacible a partir de ese momento.
—Por vivir en este barrio miserable —aseguró como si hablara con alguien.
Y cerró la puerta con un golpe rotundo.