El concepto de pensamiento es bastante problemático. Es un ejemplo de lo que se le denomina una “palabra ambigua” o, como prefieren otros llamarle, “un concepto cargado de vaguedad”. Esto último quiere decir que es una palabra vaga, y esto a su vez significa que no se tiene una definición única y precisa del término, sino que el término se usa para hacer referencia a cosas bastante distintas entre sí.
La vaguedad del término queda evidenciada de manera fehaciente cuando lo buscamos, por ejemplo, en el diccionario de la Real Academia Española, en el que tiene ocho acepciones que, aunque algunas muy vinculadas, todas son distintas.
Empero, podemos quedarnos con un hecho que es menos controvertido: “pensamiento” es un sustantivo que ha sido creado a partir del verbo pensar. Esta vinculación entre “pensamiento” y “pensar”, nos parece, cuando menos, no controversial y que -aunque sabemos que no es una definición, pues no nos permite apreciar a qué actividad hace referencia el verbo, y menos el sustantivo- nos permitirá acercarnos un poco más a la definición que buscamos.
Pensar ha sido definido por algunos como “el despliegue de la razón”. Pero esto nos deja con otro concepto a definir, a saber, el de razón.
A pesar de que parece que vamos dando vueltas sin llegar a nada, hasta aquí ya tenemos algunos logros. Mira, sabemos dos cosas: que el pensamiento es una actividad y que esta actividad está ligada a la razón. Es una actividad porque está relacionado directamente con un verbo (y sabemos que los verbos indican acción, movimiento, actividad) y tomamos la palabra de aquellos que lo vinculan a la razón, indicando que es un despliegue de esta, sea lo que sea que se entienda por razón.
Para sortear este problema adicional que nos hemos buscado postularemos el concepto de “razón” como una facultad propia de seres biológicos capaces de elaborar conceptos, proposiciones, preguntas y órdenes. De modo que, partiendo de lo anterior, al elaborar conceptos, se está llevando a cabo un “despliegue” de la facultad llamada razón y, por lo tanto, se está llevando a cabo la actividad del pensar. Esa misma actividad a la que hace referencia la palabra pensamiento.
Lo mismo aplica a cuando elaboramos proposiciones (que son relaciones entre conceptos), realizamos preguntas (problematizamos algo o inquirimos alguna respuesta directa) y cuando se le ordena a otro sujeto llevar a cabo alguna acción de cualquier naturaleza. En cualquiera de esos casos, estamos ante la actividad llamada “pensamiento”.
Pero, en el caso de las órdenes, por ejemplo, como en tantos otros casos, podemos notar que hace falta no sólo que un individuo sea capaz de producirlas y proferirlas (pronunciarlas o manifestarlas de algún modo), sino que, para que exista tal cosa, es necesario en primera instancia que exista un sujeto (un interlocutor) capaz de decodificar la orden. De modo que, dentro de la actividad a la que hace referencia la palabra pensamiento, debemos también incluir la posibilidad de decodificar mensajes en forma de conceptos, proposiciones, preguntas y órdenes. A esto le llamaremos “comprender”.
Por otro lado, aun nos queda un aspecto a explorar: la validez del pensamiento. Es decir, cuándo podemos decir que estamos ante un pensamiento y cuándo no.
Para algunos, la comunicabilidad es un factor esencial para la presencia de pensamiento, no porque se sea absolutamente necesaria para pensar, sino porque se necesita para que pueda ser evaluado. Dicho con otras palabras, no se sabe si un sujeto piensa hasta que lo manifiesta, y esa manifestación del pensamiento se da en la comunicación. Esa comunicación, a su vez, puede ser a través de imágenes, a través de palabras o una combinación de imágenes y sonidos.
No obstante, eso no nos dice nada de la corrección del pensamiento. El pensamiento, si puede ser evaluado, es pasible de ser estipulado como correcto o incorrecto. En ese caso, es obvio que estamos admitiendo la existencia de un pensamiento incorrecto.
Dado que pensamiento es un concepto y, como tal, se trata de un constructo humano para hacer referencia a una actividad que se encuentra con regularidad en el mundo, es absolutamente necesario que para tratarlo nos atengamos a las categorías que nos permiten estudiar las cosas -y los conceptos. Una de estas categorías, necesarias para nuestra comprensión, es la de orden; y una forma de calificar las cosas es con relación al orden que podemos percibir en ellas. En el caso del pensamiento, tal como lo hemos definido, podemos encontrar pensamiento ordenado -y ese, hasta cierto punto, nos parecerá correcto-, pero también podemos encontrar pensamiento desordenado o caótico.
Sobre la corrección o incorrección del pensamiento, existe una disciplina formal que nos ayudará a profundizar: la lógica. A ella le dedicaremos algunos textos más adelante.
Podemos agregar a esta reflexión la “opinión” de las ciencias fácticas respecto a esta actividad que hemos delimitado conceptualmente acá, acercándonos a aquella disciplina cuyo objeto de estudio es el órgano en el que se originan las actividades propias de la facultad de pensar: el cerebro. Estas disciplinas son las conocidas como “neurociencias” (porque el cerebro está compuesto por neuronas).
¿Y qué nos dicen las neurociencias? Básicamente que la producción de conceptos y la posibilidad de relacionarlos está estrechamente ligada a unas condiciones y funciones orgánicas específicas: a la oxidación de un aminoácido que se llama fenilalanina. Además, condiciones de desequilibrio hormonal afectan directamente a la actividad del pensar. Por ejemplo, una insuficiente producción de hormonas tiroideas produce una enfermedad conocida como “cretinismo” que se manifiesta, entre otras cosas, como un retraso mental; los efectos desequilibrantes de las drogas psicotrópicas impiden la construcción y relación normal de conceptos; y, finalmente, el estrés es otro ejemplo de situación de desequilibrio que puede desencadenar en una “falla” cerebral que se manifiesta en la imposibilidad de construir un pensamiento, al menos correcto.
La construcción de conceptos -elemento al cual conferimos centralidad por considerarlo la “célula” del pensamiento- está pues, directamente ligada a la estimulación de neuronas especializadas y a la oxidación del aminoácido fenilalanina, según las neurociencias.
Volviendo a la delimitación conceptual (definir o elucidar un concepto recurriendo a relaciones entre conceptos) de pensamiento, hasta aquí hemos llegado a la siguiente conclusión: el pensamiento es una actividad que consiste en el despliegue de la razón, despliegue que se manifiesta en la posibilidad de crear, comunicar y comprender conceptos, proposiciones, preguntas y órdenes.
Básicamente, como hemos manifestado, la “partícula” más pequeña en estos elementos propios de la manifestación del pensamiento es el concepto, y le sigue, en orden ascendente y de importancia el de proposición. A riesgo de sonar reduccionista, podemos decir que prácticamente casi todo juicio (manifestación positiva del pensamiento) puede ser reducido a una proposición: una pregunta como «¿cómo estás?» puede manifestarse como: “X desea saber cómo está Y”. Lo mismo puede hacerse con una orden. De modo que el reduccionismo al que recurro aquí nos resulta bastante productivo para lo que intentamos explicar.
Pero entonces, ¿a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de “concepto”? Básicamente podemos definir el término “concepto” como una imagen mental que nos es evocada por una palabra, un conjunto de palabras o cualquier otro estímulo. Si te digo, por ejemplo, “un perro”, te llega a la mente la imagen de un perro. Lo mismo pasa si te digo “montón de arena”. Y esto funciona muy bien para los conceptos relacionados a cosas concretas. Empero, existen también otros tipos de conceptos en los que esa imagen no es demasiado nítida, sino que queda, de algún modo, a merced del cerebro de cada sujeto en última instancia: estamos hablando de los conceptos que refieren a entidades no concretas (no materiales), es decir, hablamos de los “constructos”.
Entre los constructos (conceptos que no refieren a cosas concretas directamente) están conceptos como “habilidad”, “libertad”, “cinco”, “pensamiento”, “ciencia”, y un largo etcétera.
Los constructos suelen hacer referencia a creaciones humanas, categorizaciones, clasificaciones o, incluso, valores: actividades que consideramos buenas, valiosas y apreciables. (Estos últimos también son constructos).
Las proposiciones, por su parte y como hemos sugerido anteriormente, no son más que el producto de la relación entre conceptos. Las proposiciones expresan juicios o enunciados de los cuales podemos afirmar que son verdaderos, que son falsos e, incluso, que carecen de sentido, aunque en ese último caso pocos estaríamos de acuerdo en que lo que estamos evaluando pueda llamarse proposición.
Pensar, entonces, puede plantearse como una actividad que puede tener distintos grados de acuerdo al nivel de abstracción (creación, comprensión y capacidad de relacionar conceptos) que pueda llevar a cabo el sujeto (o grupo de sujetos) en cuestión: si el individuo no es capaz de representarse una imagen a partir de un estímulo sensorial, no podemos decir que es capaz de pensar. Si sólo es capaz de representarse con una imagen las cosas concretas, pero no más de ahí estamos ante un nivel bajo de pensamiento. Si el individuo es capaz de comprender y crear relaciones entre conceptos concretos y abstractos, estamos ante un nivel superior de pensamiento. Y en esa línea podemos llegar, incluso, a lo que llamamos “pensamiento crítico”, pero a este ya le dedicaremos otro texto.
Pensar, pues, queda como esa facultad propia de un individuo con cerebro capaz de crear, comprender y comunicar a otros individuos conceptos y relaciones conceptuales.