Los ridículos de la educación: la obsesión con la competencia

José Víctor Orón Semper

Hoy todo son competencias. A cualquier cosa se le llama competencia. Si un marciano entrase en una panadería y dijera «harina, todo es harina» podríamos pensar que es un marciano muy listo. Pero si un maestro pastelero entrara en la panadería y dijera lo mismo, pensaríamos que de maestro pastelero no tiene nada: «Mira que confundir un croissant con una barra de pan, ¡menudo ridículo!». Pues eso pasa en educación. Muchos, pero muchos, de los profesionales de la educación a todo lo llaman competencia haciendo ostentación pública de su ignorancia y con ello un gran ridículo.

El término competencia apareció en el mundo industrial cuando no era suficiente contar con trabajadores hábiles en lo suyo, sino que hacía falta que el trabajador fuera muy versátil, pudiera cambiar de lugar de trabajo, tuviera adaptabilidad a varios contextos, acogiera imprevistos, supiera generalizar conocimientos y pudiera transferirlos de un ámbito a otro. El término competencia entró en educación a través de la educación profesional por proximidad al mundo industrial y de ahí pasó a la educación en general y ahora, casi nadie sabe hablar de educación sin entenderlo como un proceso competencial. Esas transferencias del mundo industrial a la educación profesional y a la educación en general se hicieron sin el proceso de reflexión debida simplemente justificando que «la sociedad lo requiere para la producción».
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En el ámbito educativo el término competencia lo encontramos, por ejemplo, en el documento bien conocido como «la educación encierra un tesoro». Allí se habla de aprender a ser, aprender a hacer, aprender a conocer y aprender a vivir juntos. Hoy en día estos cuatro aprendizajes se entienden como cuatro competencias, pero no es así en el documento referido. La competencia solo se nombra como un aspecto del aprender a hacer y además con una pequeña luz de alarma no vaya a ser que esto aumente las desigualdades sociales. Luego el término competencia es solo parte de uno de los cuatro pilares educativos y además no es el pilar más importante, pues el mismo documento dice que el más importante es aprender a vivir juntos. Que sea un aprendizaje no quiere decir que sea una competencia. El texto, pues, ya da una solución a la pregunta de cuál es el lugar de la competencia. Si algo, la competencia, no sirve para vivir mejor juntos, ¿para qué la quieres? La competencia tiene carácter medial.
Al centrarse la educación en la competencia se ignoran los fines antropológicos de la educación al querer convertir al alumno en un buen productor. Si a esto se añade la obsesión por medir y controlar todo tenemos el mejor caldo de cultivo para que, como una enfermedad, la visión competencial se extienda sin límites. Algunos intentan lavar la cara a la competencia y se atreven a decir que la adquisición de la competencia es una motivación interna porque la adquisición es de uno. Así ya el ridículo es total. En todos los rincones del planeta, la adquisición de la competencia es evaluada por el desempeño eficiente de una tarea y no por lo que supone de desarrollo personal su adquisición. De esa forma el motivo de la competencia vuelve a ser exterior a la persona: el desempeño.
Un ingeniero profesor de la asignatura puentes comentaba «para hacer un puente no hace falta un ingeniero. Solo hay que echar tierra. Al final el puente sale. Se tardará mucho tiempo, se gastará mucho dinero, morirá gente por el camino, se destruirá con la primera riada… pero el puente lo tienes. Si quieres que se haga rápido y eficientemente entonces si que necesitas un ingeniero». La competencia es la eficiencia en el trabajo. El competente es el eficiente.
Pensar que aprender a vivir juntos, aprender a ser y aprender a conocer son competencias es convertirse en un marciano de la educación.
La competencia no es más que un elemento más del actuar humano, que ciertamente vale la pena considerar, pero pensar que ella es capaz de dar cuenta del acto humano es muy empobrecedor. Todo acto humano tiene un momento de transformación de la realidad y en ese momento la competencia emerge como la forma eficaz de tal intervención.
Pero, ¿cómo se valora la eficacia de una intervención? ¿Qué constituye una capacidad en competencia? ¿Toda capacidad es una competencia?
Si la competencia se usa como sinónimo del acto humano, entonces esa palabra no añade nada nuevo, pues no permite diferenciar los aspectos variados del acto humano. Se habrá hecho un duplicado terminológico.
La competencia se refiere a algunos aspectos de lo que el acto humano supone en la naturaleza humana y en la transformación del mundo. Pero ignora la interioridad del acto humano. Al considerar la competencia como casi sinónimo del acto humano se pone el acento fuera de la persona o en la mera experiencia afectiva de la misma. Esto lleva a que la persona no trabaje su interior o si lo hace, lo hace en función de su exterior. Por ejemplo, el conocimiento de uno mismo no es la competencia del autoconocimiento pues se pondría el conocimiento de uno en función del pragmatismo de la eficiencia en el desempeño exterior. En tal caso, el autoconocimiento serviría para la eficacia y la autosatisfacción. La persona queda instrumentalizada.
La competencia pertenece al campo de la utilidad y esto lo hace muy importante y ciertamente deseable, pero la persona no es útil, sino valiosa. Y el encuentro interpersonal no se busca por ser útil, sino por ser valioso. Quedarse en la competencia es quedarse en lo útil. Útil para ser más operativo o para estar mejor, pero siempre útil.
La educación centrada en competencias, es decir, la que tiene por objetivos la adquisición de competencia convierte a la persona en un recurso y anula su realidad de valor. De hecho, al incompetente mejor sacarlo de la ecuación cuanto antes.
El desarrollo de la competencia es estupendo. Imagina que un niño quiere jugar con su padre a pasar la pelota. El valor está en el encuentro y cuando llega el momento de jugar, precisamente porque quiere hacer del juego una experiencia de encuentro desarrollará la competencia de control del movimiento de la pierna para tirar la pelota hacia su padre. Ese es el lugar de la competencia. Dicha adquisición de la competencia le permite jugar con más intensidad. Transformar el mundo para hacer de él un lugar de encuentro. Por ello y para ello la competencia es importante. Como medio. El niño no juega para ser competente, sino que al jugar desarrolla su competencia. Jugar implica una forma de comprenderse, de entender al otro y de elegir una forma de vivir que no pueden ser parametrizadas como competencias.
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  • José Víctor Orón Semper es director de la Fundación UpToYou Educación
  • Fuente; https://www.eldebate.com

 

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