H O M E L E S S: el submundo de Nueva York

Por: César Cuello PhD

Siempre me impresionó Nueva York. De joven, soñaba con visitar aquella urbe deslumbrante de la que todos hablaban y a la que muchos querían algún día llegar. Al fin me tocó vivir allí, no porque lo eligiera, sino porque la universidad donde quería estudiar estaba en esa ciudad. Al principio vi lo que la mayoría de la gente ve, la majestuosidad, la abundancia, la riqueza cultural, etc. Pero una cosa es estar de paso por una ciudad y otra muy distinta vivir allí. Después de un tiempo, comencé a ver los profundos contrastes, la diversidad, las contradicciones. En fin, comencé a descubrir el submundo de Nueva York, el que no se ve a simple vista. Y fue de ese encuentro con ese Nueva York que está ahí, y que no todo el mundo ve, que surgió el manojo de palabras que hoy comparto con ustedes.

H O M E L E S S

Su reloj fisiológico le advierte que ya es hora.
Se yergue lerdamente.
Abandona su lecho desechable y echa a andar sin prisa
por la suntuosa acera de la Quinta Avenida,
inaugurando indiferente el nuevo día,
que para él lo mismo da
que se llame Domingo, Jueves o Agonía.

Su casa a cuestas como el caracol,
una manta raída,
los despojos de un sueño ya olvidado
y un baúl decrépito
con mil y un recuerdos enclaustrados;
son todo el mobiliario de su mansión rodante,
vestigios de un pasado otrora humano.

Ya no se diferencia de las ratas gigantes
del Bronx o de Manhattan,
ni de los perros callejeros de allá,
de mi pueblito cibaeño.

Duerme donde la noche le sorprende,
come lo que le ofrece generosa la exuberante selva artificial,
defeca y orina en las esquinas,
¡sí!, no se asombre,
en las esquinas de las calles newyorkinas,
nunca su cuerpo entra en contacto con el agua
y su ser y su ambiente son el recuento subhumano
de las demandas diarias de su fisiología.

Aquí le llaman homeless,
quiere decir sin techo, sin hogar, sin nombre;
quiere decir desamparado,
escoria humana,
juez y vergüenza de la opulencia,
existencia natural en las entrañas de una jungla artificial,
con hórridas malezas de rascacielos,
humo, ruidos y máquinas gigantes;
con fieras sanguinarias de dos piernas al acecho
y tenebrosos precipicios de ilusiones, sin final.

Aquí le llaman homeless,
quiere decir sin techo, sin hogar, sin nombre;
náufrago sin estrella ni esperanza
a la deriva en un océano de luces alucinantes;
ciudadano sin gloria de la nación más rica de Occidente;
homo-biologicus recolector del siglo veinte,
de la centuria de las bombas nucleares,
de las computadoras y de los vuelos espaciales.
Mas, él es sólo un homeless.

El vientre arde como volcán a punto de estallar
y se amotina enfurecida la exuberante fauna de su estómago;
¡un zafacón está a la vista en la siguiente esquina!,
¡el cazador se prepara a saltar sobre su presa de metal!,
¡ya la tiene!,
¡hunde cabeza y mano en su interior!,
¡busca y rebusca y al final!,
el trofeo de su hazaña
se hace visible entre sus manos sin mañana:
tres envases vacíos reciclables,
en total quince cobres,
una jugosa media pierna de pollo trasnochada
y un suculento remanente de hamburguesa de ayer.
¡La verdad, no está mal para empezar el día!

Un trompetista solitario desgarra con sus notas melancólicas
las entrañas dormidas del efímero silencio matinal.
Pasa una limousine por la ancha avenida,
no se ve a nadie allende sus ahumadas ventanillas,
pero es más que probable que a un gran magnate lleve adentro,
a un traficante, o a un bienhechor padrino de la mafia.

El cazador prosigue indiferente su silenciosa cacería callejera,
no le interesa lo que pasa o no pasa más allá de la acera,
sencillamente, no está en el escenario de su inmediato drama existencial.
Pero además,
¿qué hay de común entre una lujosa limousine y su indigencia?,
él es tan sólo un homeless,
homo-biologicus recolector moderno,
involución histórica del homo-sapiens sapiens,
antítesis agonizante de la opulencia omnipotente y arrogante. Homeless.

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