Distraídos por la conversación, el barquero y el sabio navegaban sin percatarse de que la barca avanzaba cada vez más rápido hacia las rocas.
El barquero y el «sabio»
Una vez, cierto sabio muy dado a celebrar su propia ciencia tuvo que cruzar en barca un largo y hermoso río. Mientras recorría con la mirada el agradable panorama a su alrededor, mantenía una amena charla con el alegre y simpático barquero que remaba al frente suyo con vigor y destreza.
–Y dime, joven amigo, ¿sabes alguna cosa?
–¿Yo? Sé remar, nadar y rezar.
–Pero, ¿no sabes nada de Filosofía?
–Nunca escuché hablar de eso.
Y siguió preguntando el sabio:
–¿Y estudiaste Física?
–Tampoco– contestó riendo el humilde remero.
–Ah, entonces perdiste dos cuartos de tu vida.
Volviendo a la carga, el sabio hizo una tercera pregunta:
–¿Ya aprendiste Matemáticas?
–No.
–¿Y Astronomía? ¿O Gramática?
A cada pregunta, el pobre barquero daba siempre la misma respuesta:
–¡No!
–Entonces, mi buen amigo, has perdido ya tres cuartos de tu vida.
Navegaban así, distraídos en su conversación, sin notar que la barca avanzaba con rapidez hacia unas rocas. Se produjo un choque violento, la barca se rompió y empezó a hundirse. La orilla todavía estaba bastante lejos… El barquero, que sabía nadar, se arrojó al agua sin la menor vacilación, luchó contra la fuerte corriente y logró llegar sano y salvo la ribera opuesta.
Pero las cosas tenían otro color para el sabiondo. Miraba aterrorizado ya el agua, ya la orilla, sin saber qué hacer para salvarse.
Le gritó entonces el barquero, exhausto pero seguro en tierra firme:
–¡Señor filósofo! ¿Sabe nadar?
–¡No!
–¡Entonces rece!
–¿Rezar? ¿Rezar qué? ¡No sé!
El sabio, desesperado, se hundía junto a la barca mientras oía a lo lejos un último consejo del humilde e inculto remero:
–¿Se da cuenta? ¡En el apuro no le sirvieron de nada sus astronomías y filosofías!