Aquel nueve de enero el sol se asomaba temeroso tras la montaña del Mijo, y con sus áureos destellos en aquella fría mañana, iba abatiendo las sombras, que aunque despavoridas, no podían librarse de su habitual destino. El Dios Cronos estaba haciendo bien su trabajo aquella mañana, los vahos de los tres mozalbetes se confundían en la esquina en la cual acostumbraban juntarse, donde Carlos Gómez (Niño) iba al colegio, José Ramírez (Pepe) a la escuela pública que le quedaba al lado, y Manuel Galba (Gamba), que con su cacerola repleta de pastelitos y quipes calentada por una especie de anafre portátil colgado del fondo de la inmensa cazuela, chisporroteando con sus brasas chispeantes, iba calentando las aceras del adormilado pueblo que a duras penas despertaba aquella mañana.
José al igual que los otros niños de talla y estatura mediana para sus 11 años era un manantial de alegría a pesar de haber perdido a su madre recientemente, se despidió de los dos niños diciendo: Adiós muchachos, a jugar pelota esta tarde. Niño y Gamba respondieron con una sonrisa cargada de ironía como respuesta, a sabiendas que Pepe era un out vestido de pelotero, y no entendían cómo se divertía tanto en el rol de árbitro de segunda base…
Bostezaba la tarde de este corto día invernal, la sierra de Babor reflejaba su tenue azul del atardecer cuando Gamba con sus piernas, a lo Forrest Gump en aquel solar que servía de estadio improvisado, quiso convertir un sencillo en ex trabase y un tiro a segunda hizo que por apreciación Pepe cantara out, desatando la ira de Niño, quien acostumbrado a pronunciar palabrotas y malcriadezas desde la banca le vociferó a Pepe, “Tu maldita madre” .Gamba iracundo se dirigió al banco de su equipo y sin mediar palabras descargó toda su ira contra Niño, quien no comprendía el porqué, si siendo del mismo equipo Gamba arremetía contra él. Niño desconocía que Gamba cargaba sobre sus hombros el ser huérfano de ambos padres y desde su pueblo Boechío fue entregado a una Matrona que lo sometió al más despiadado maltrato infantil, criándose sin el más mínimo asomo de cariño.
Pasaron los años y Gamba, como pudo, en un camión de transportar ganado se trasladó a la capital. Alejado de todo atisbo de desarrollo cultural y económico fue acumulando un prontuario de delitos menores con la finalidad de obtener ingresos económicos y ante la imposibilidad de obtener un trabajo digno se desarrolló en él una vocación criminal que, aunado al deseo de tener el reconocimiento de la sociedad que otorga el poder del dinero y su ambición, fueron los ingredientes que lo llevaron por los senderos increíbles del crimen. Atravesó el Canal de la Mona y con malas artes llegó hasta su meta preferida, Nueva York.
Niño por su lado, consentido por sus padres, expulsado de varios colegios, cuando ya a sus 16 años la cocaína le era familiar, fue complacido por sus padres de cumplir su sueño de viajar a la gran manzana, donde desobedeciéndolos decidió quedarse. Carente de escrúpulos y con una ambición desmedida, astuto, manipulador y visionario, narcisista por naturaleza y su desprecio total por la ley, fueron cualidades que lo hicieron apto para liderar una red de distribución de aquel polvo que es la alternativa para aquellos que no tienen límites.
Pepe por su lado, rodeado de una familia formada en valores, donde la educación y la honestidad era la norma, ingresó a la universidad, venciendo todas las adversidades y realizando variopintas actividades para financiar sus estudios, iba rumbo a la más preciada de sus metas, la de graduarse de Ingeniero Civil en la Primada de América.
Algunos años después, Pepe como le era muy común algunos días, tuvo en aquella situación que tomar la difícil decisión aquel sábado, si comerse un friquitaqui y tomarse un mabi para poder llegar a la primera base estomacal gastronómicamente hablando o caminar a pie toda la Tiradentes hasta El Caliche de Cristo Rey donde residía. Se decidió por esto último y en el tramo de Plaza Naco desde un Mercedes último modelo escuchó dos voces que a coro le voceaban, -Pepe, Pepe-, se acercó al carro que estaba parqueado y a duras penas reconoció a Niño convertido en un zar de la droga y a Gamba su caporegins más fiel, el que eliminaba las voluntades que se oponían en el oscuro camino de Niño.
El hambre, el cansancio, pero sobre todo el gusanillo de la curiosidad obligó a Pepe a aceptar la invitación de sus amigos de infancia. Pepe se sentó con calma y temeroso, no obstante, se tomó su tiempo para observar a cada uno, como si quisiera escrutar en el interior de aquellos viejos amigos a los cuales contemplaba con recelo y miedo. Gamba con su pelo negro, crespo y lustroso, que combinaba con sus luceros grandes, con una mirada inquisitiva e intimidante, y sus piernas que con la magia del bisturí lucían casi normales. Mostraba o aparentaba una sumisión total hacia Niño, a quien lo llamaba el “Don y a quien con un servilismo inusual reverenciaba.”. Niño, una figura siniestra, vestía de negro, con pelo largo, ojos grises, nariz respingona y a diferencia del carácter avinagrado de Gamba en Niño se daba la dualidad del autoritarismo y la amabilidad.
La reunión duró casi tres horas, entre comidas y bebidas que Pepe nunca jamás imaginó que su limitado e inexperto paladar iba a probar. Niño fue presumiendo de su poder, dinero y habilidad delictiva y de cómo rescató a Gamba de la miseria y lo había hecho rico. En uno de esos momentos de forma imperativa Niño le ordenó a Gamba: ve al carro y tráeme las fotos de los apartamentos para que Pepe vea lo que es darse vida. -Sí, Don-, contestó Gamba con un gesto lacayuno que dejó pasmado a Pepe…En ese instante de ausencia de Gamba, aprovechó Niño y de manera presuntuosa le contó a Pepe el tumbe que le había dado a una banda rival en el Bronx. Regresó Gamba y Pepe aprovechó la ocasión para despedirse y finalizar la reunión, rechazó la invitación de los amigos a pasar el resto del día con ellos y continuó su camino por la Tiradentes pidiéndole perdón a Dios, pues por su mente pasó la trágica idea que un día ellos podrían venir maquillados y con la nariz llena de algodón en una caja mortuoria muy lujosa y lo atribuyó a la envidia y a la situación calamitosa en que vivían…
Meses más tarde en la gran manzana, el cielo despertó encapotado y la lluvia caía disolviendo los ruidos de la ciudad. Gamba se despertó al filo de una llamada inusual, pero él estaba para acatar órdenes y no discutirlas y menos cuando desde joven cargaba ya una lápida en la espalda. Despertó temprano. Se vistió con un traje negro, impecable y se calzó los zapatos carísimos, los mismos que le regaló Niño por haber sacado de circulación a uno de sus enemigos.
Entró al baño, se lavó la cara y limpió el borde del lavabo, donde preparó una hilera de cocaína, esa fiel compañera que llenaba los vacíos de su existencia, sin traicionarlo ni delatarlo. Enrolló un billete de diez dólares hasta convertirlo en un canuto e inhaló con fruición el polvo blanco, tapándose una fosa nasal con el dedo. Minutos después estaba pletórico de vida, sonriente, queriendo tragarse el mundo y dispuesto a seguir sus instintos de asesino.
Penetró al dormitorio donde estaban escondidas las armas y abrió la gaveta de la mesa de noche. Sacó la pistola de seis tiros y, sintiendo el roce del frío metal contra su piel, se la puso en el cinto.
Aseguró la puerta y descendía las escaleras hacia el garaje donde estaba aparcado el coche descapotable, cuyo motor, al encenderse, arrancó con la fuerza de ciento veinte caballos. Apretó el acelerador y recorría las calles mojadas de la ciudad, sin otro pensamiento que cumplir con el vil encargo que se le había dado.
Atrás quedó la ciudad, como navegando en la lluvia. Detuvo el coche contra la acera…Bajó del auto. Dejó la puerta entreabierta, con el motor en macha para facilitar la huida. Tomó el ascensor hasta el segundo piso, sintiendo que la cocaína y la adrenalina aumentaban su pulso y su coraje. Golpeó la puerta y escuchó acercarse unos pasos desde el otro lado. Entonces, decidido a matar a sangre fría, se paró con su mejor estilo: las piernas abiertas y clavadas en el piso, la pistola sujeta con ambas manos y la mirada alerta. Al abrirse la puerta, asomó el rostro de la víctima, quien lo miró sonriente. Gamba, no lo pensó dos veces, sin dirigirle la palabra, lo revolcó a tiros sobre la alfombra más roja que su sangre. Como alma que lleva el Diablo escapó del lugar sin llegar a escuchar el ulular de las sirenas de las ambulancias y autos de la policía.
Aquella mañana el Ingeniero José Ramírez, accionista y gerente de la Constructora Costa Azul, desde la novena planta del edificio ubicado en la autopista 30 de mayo, como era usual en él, contemplaba el lejano horizonte. A José le encantaba observar al mar, que ese día por cierto estaba sereno, las olas mansamente insistían en besar los acantilados. José no sabía porqué, cuando miraba el mar se le agolpaban los recuerdos, miró de soslayo al parqueo y vio desmontarse de un lujoso auto deportivo a una figura que le pareció conocida,-¿será el cliente que espero para firmar el contrato de compra del apartamento en Punta Cana?-, pensó para sus adentros, José, quien recordó que no lo había revisado y se dijo que lo haría junto al cliente.
Su secretaria le anunció la presencia del cliente y José solícito lo mandó a pasar. Penetró este a la estancia y José quedó petrificado por el asombro al reconocer aquel personaje: Manuel Galba, alias Gamba, con su impecable traje negro y su sombrero de fieltro de igual color. José extendió la mano marcando la distancia y casi en un susurro lo invitó a tomar asiento, y por un minuto el silencio habló. José para romper el hielo preguntó.-¿Y su amigo don Carlos como se encuentra?- Gamba se acomodó en la silla para responder con una respuesta cargada de sarcasmo, -Murió de muerte natural-, -¿De muerte natural?-, inquirió José, -Claro, ¿no te parece natural que muriera después de yo meterle seis balas en el pecho?-.
Un corrientazo fugaz recorrió la espina dorsal de José, era como si viera la muerte en persona, balbuceando y como un autómata solo atinó a preguntar, -¿Por qué?- Entonces Gamba realizó un gesto inusual en él, se levantó de la silla y dirigiéndose a José, mientras flotaba en sus comisuras labiales un rictus de amargura, palmeó la espalda de su amigo y en tono muy bajo murmuró estas palabras, PEPE: EN NUESTRO MUNDO CUANDO LA VIDA NO VALE NADA, LA MUERTE TIENE UN PRECIO, y el precio de la muerte de Niño, era mi vida. A seguidas Gamba volteó, salió pesadamente de la estancia y en silencio para no volver nunca más. Atrás quedaron los papeles sin firmar y José, quien entre dientes exclamó, -Podemos escapar de muchas cosas, pero nunca de las consecuencias de nuestras acciones-.