Progreso científico vs. progreso humano: la marcha disímil de dos polos necesariamente complementarios

Eduardo Acevedo

En el presente artículo se examina la relación entre progreso científico y progreso en el desarrollo humano. En primer lugar, se constata el surgimiento de la ideología del progreso desde la Ilustración hasta mediados del siglo XX. En un segundo momento, se señala el resquebrajamiento de la idea del progreso debido a las atrocidades del siglo XX. En este sentido, también los informes del PNUD sobre el desarrollo humano desvelarán que el progreso tecnológico no representaba necesariamente mejoras en las condiciones de vida de la mayoría de personas. Debido a este desprestigio del progreso, los posmodernos asumirán una actitud escéptica y relativista ante las incoherencias del progreso científico. Para concluir, se traen a colación algunos hechos actuales que, lamentablemente, confirman la tesis de que el desarrollo humano no es inherente a desarrollo científico.

El progreso en la ciencia, como establece Larry Laudan en boca del positivista en su texto La ciencia y el relativismo, es uno de los temas centrales en la epistemología científica [1]. El progreso se estableció como dogma de la humanidad, a decir de Raúl Domínguez, en el periodo 1750-1900, cuando el proyecto ilustrado izó orgullosamente las banderas de la razón y la ciencia [2]. Ya Kuhn hacía el señalamiento de que el binomio ciencia/progreso se encontraba inextricablemente conectado desde la antigüedad [3].

Aunque Domínguez periodiza la ideología del progreso hasta comienzos del siglo XX, no puede dejar de mencionarse que, durante buena parte del siglo XX, la ideología del progreso se seguía manteniendo. La esperanza y la confianza en una razón todopoderosa, en una tecnociencia milagrosa, panacea de los tormentos humanos, ilusionó a buena parte de la humanidad hasta bien entrado el siglo XX. A decir de Pablo Mella,

[…] durante casi todo el siglo XX se creyó de manera positivista que la racionalidad científica y la técnica traerían soluciones definitivas a todos los problemas del desarrollo humano. La historia no era otra cosa que “progreso” o “modernización”, es decir, el despliegue espacio-temporal de las potencialidades de la racionalidad calculadora que sería capaz de construir una vida feliz y libre de miserias para todo el mundo [4].

Las dos guerras mundiales supusieron un balde de agua fría para el encandilamiento fervoroso de los fieles seguidores del progreso. La idea de progreso, de modernidad, de civilización, se resquebrajaba ante las atrocidades del siglo XX. La ciencia no parecía conducir al reino de Dios en la tierra. A decir de Alain Touraine: “El siglo XX es el siglo del crepúsculo del modernismo, aunque sea el siglo de las conquistas de la técnica [5]”.

En el diálogo ficticio de Laudan, el relativista justifica su posición escéptica al señalar que justamente las dos versiones mejor conocidas del progreso, la positivista y la realista, habían fracasado olímpicamente: “Casi todos los relativistas rechazamos la noción de progreso porque las dos versiones mejor conocidas del progreso científico —asociadas respectivamente al positivismo y al realismo— han sido fallos rotundos [6]”. Precisamente la actitud relativista, escéptica, será una de las características fundamentales de la llamada “posmodernidad”. Esta actitud de recelo ante los grandes relatos es uno de los estandartes de los pensadores posmodernos:

Se trata de una actitud que niega con violencia los discursos ideológicos y la conciencia tranquila de las civilizaciones. Ése es también el sentido de la célebre declaración de Jean-François Lyotard sobre el fin de los grandes relatos [7]

No solo los estragos de las guerras hacían naufragar la narrativa de la civilización progresista ultracientífica, también los pocos avances sociales de la mayoría de personas desprestigiaban acremente el gran relato del progreso. En el siglo XX, los indicadores para medir el “progreso”, el desarrollo, se basaban en el desarrollo industrial, en las innovaciones tecnológicas que disparaban el incremento del PIB. Se creía que el PIB, sustentado y empujado por las industrias y las innovaciones científicas, era el perfecto medidor del tan deseado progreso. La necesidad de vislumbrar nuevas herramientas medidoras de “progreso” se hizo evidente ante la pobreza y miseria de tantas personas en el globo terráqueo. Los informes del PNUD sobre el desarrollo humano sugerían con fuerza que el avance científico no estaba llegando a todas partes y que, el tan laureado PIB, tampoco significaba mejores condiciones de vida.

En definitiva, tanto el siglo XX como el siglo XXI han evidenciado un impresionante aumento de avances tecnocientíficos. Los avances de la medicina y la robótica son impresionantes. Del mismo modo, el mundo de la mecatrónica y la electrónica han revolucionado las maneras de comunicación e interacción entre las personas. Sin embargo, queda también la pregunta de si estos avances tecnológicos, si este “progreso” científico, ha significado también un avance, un progreso, en el desarrollo humano. La historia ha demostrado que no. Para muestra, dos botones.

Durante la pandemia del Covid 19, la crítica a la acumulación de vacunas por parte de las naciones ricas fue una denuncia hecha en repetidas ocasiones por la OMS. Incluso el programa llamado “Covax” evidenció su ineficiencia para transferir la tecnología biológica a las naciones pobres. Las vacunas, hechas a tiempo récord, signo del increíble avance de las ciencias, eran acaparadas por las potencias ricas, en desmedro de las naciones menos pudientes. De nuevo surgía, entonces, una de las problemáticas del asunto en cuestión: avance científico no significa distribución equitativa de estos recursos tecnológicos.

Otro caso que es digno de una triste mención es la invasión de Rusia en Ucrania. Desde el siglo XX, las inversiones en el desarrollo armamentístico no se han detenido. Las potencias militares no han dejado de incluir en su presupuesto cuantiosos recursos para el desarrollo de la tecnología militar. En Ucrania, se ha constatado de nuevo los usos oscuros y trágicos que puede tener la ciencia. La posibilidad de acarrear al mundo a un desastre nuclear se ha cernido de nuevo sobre el panorama. Los estragos de la guerra en Ucrania se han dejado sentir en el número de refugiados, en las personas asesinadas, en la destrucción de tantas locaciones ucranianas y en la inflación global que está causando serias mermas a la calidad de vida de millones de personas. Progreso científico no significa progreso humano.

Como concluye Raúl Domínguez en su artículo, el progreso científico debe ser un concepto, una realidad, que sea acompañada de otros conceptos e indicadores. Los temas sociales y éticos no pueden dejarse fuera de la consideración del progreso científico:

Basados en la peculiar visión de Laudan es posible sustentar la necesidad de evaluar o juzgar el progreso no solo desde razones o valores pragmáticos (eficiencia, eficacia, productividad, etc.) o epistémicos (precisión, alcance, consistencia, coherencia, predecibilidad, etc.) sino, también, sociales y éticos (bienestar, sostenibilidad, satisfacción, equidad, pluralidad, etc. [8]).

[1] Larry Laudan, Science and Relativism. Some Key Controversies in the Philosophy of Science (Chicago: The University of Chicago Press, 1990), p. 2.

[2] Raúl Domínguez, «La idea de progreso en la ciencia. Aproximación crítica al debate evolucionista Kuhn – Popper», Tecno Lógicas, n.° 14 (2005), p. 33.

[3] Ibid., p. 42.

[4] Pablo Mella, Ética del posdesarrollo (Santo Domingo: Editorial Universitaria Bonó, 2015), 53.

[5] Alain Touraine, Crítica de la modernidad (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2015), p. 190.

[6] Laudan, Science and relativism…, 2.

[7] Touraine, Crítica a la modernidad…, 186.

[8] Domínguez, «La idea de progreso…», p. 62.

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