1.4. Tercer ejemplo: Tracy Latimer
Tracy Latimer, una niña de 12 años víctima de parálisis cerebral, fue asesinada por su padre en 1993. Tracy vivía con su familia en una granja de las praderas de Saskatchewan, Canadá. La mañana de un domingo, mientras su esposa y sus otros hijos estaban en la iglesia, Robert Latimer encerró a Tracy en su camioneta, conectó una manguera al tubo de escape y la asfixió hasta que murió. A su muerte, Tracy pesaba menos de 18 kilos; se dijo que estaba “funcionando con el nivel mental de un bebé de tres meses”. La señora Latimer dijo que se había sentido liberada al encontrar muerta a Tracy al regresar a casa, y añadió que ella “no había tenido el valor” de hacerlo por sí misma.
Robert Latimer fue enjuiciado por asesinato, pero el juez y el jurado no quisieron tratarlo con severidad. El jurado sólo lo declaró culpable de asesinato en segundo grado, y recomendó que el juez no aplicara la sentencia correspondiente de 25 años. El juez estuvo de acuerdo y lo sentenció a un año de prisión, seguido por un año de confinamiento en su granja. Sin embargo, la Suprema Corte de Canadá intervino y determinó que debía imponerse la sentencia obligatoria. Robert Latimer está ahora en prisión, cumpliendo una sentencia de 25 años.
Dejando de lado las cuestiones legales, ¿hizo algo incorrecto el señor Latimer? Este caso incluye muchas de las cuestiones que ya hemos visto en los otros casos. Un argumento en contra de Latimer es que la vida de Tracy era moralmente valiosa, y que él no tenía derecho a matarla. En su defensa, puede responderse que el estado de Tracy era tan desastroso que no tenía perspectivas de “vida” en ningún sentido del término, más que en el biológico. Su existencia se había reducido a un sufrimiento sin sentido, de modo que matarla fue un acto de piedad. Considerando estos argumentos, parece que el señor Latimer actuó de un modo defendible.
Sin embargo, sus críticos dieron otros argumentos.
El argumento sobre lo incorrecto de discriminar a los discapacitados.
Cuando el jurado sentenció con indulgencia a Robert Latimer, muchos discapacitados lo tomaron como un insulto. El presidente de la Voz de la Gente con Discapacidad en Saskatoon, que padece esclerosis múltiple, dijo:
“Nadie tiene el derecho de decidir si mi vida es menos valiosa que la suya. Ésa es la cuestión de fondo”. Se mató a Tracy porque ella era discapacitada, dijo, y eso es un exceso.
Debe dárseles el mismo respeto y los mismos derechos a los discapacitados que a todos los demás.
¿Qué hacer? La discriminación contra cualquier grupo es, por supuesto, una cuestión grave. Es objetable porque consiste en tratar a algunas personas de modo diferente de otras cuando no hay diferencias pertinentes que lo justifiquen.
Ejemplos comunes incluyen casos tales como la discriminación en el empleo. Supongamos que a un ciego se le niega un empleo simplemente porque al patrón no le gusta la idea de emplear a alguien que no puede ver. Esto no es mejor que negarle el empleo a alguien porque es negro o judío.
Para resaltar lo ofensivo de esto, podemos preguntar por qué se trata a esta persona de modo diferente. ¿Es menos capaz de hacer el trabajo? ¿Es más estúpida o menos laboriosa?
¿Es que de algún modo merece menos el trabajo?
¿Es menos capaz de beneficiarse del empleo? Si no hay buenas razones para excluirla, entonces es una mera arbitrariedad tratarla de esta manera.
No obstante, hay algunas circunstancias en las que puede justificarse tratar al discapacitado de modo diferente. Por ejemplo, nadie argumentaría seriamente que un ciego debe ser empleado como controlador de tráfico aéreo. Como fácilmente podemos explicar por qué esto no es deseable, la “discriminación” no es arbitraria y no se están vulnerando los derechos de la persona discapacitada.
¿Debemos pensar en la muerte de Tracy Latimer como en un caso de discriminación contra los discapacitados? Su padre argumentó que la parálisis cerebral de Tracy no era el punto en disputa. “La gente está diciendo que éste es un asunto acerca de los discapacitados —dijo—, pero se equivocan.
Éste es un asunto acerca de la tortura. Era mutilación y tortura para Tracy.” Justo antes de su muerte, se practicó a Tracy una cirugía mayor de espalda, caderas y piernas, y ya estaban planeadas más operaciones. “Con la combinación de un tubo de alimentación, barras en la espalda, la pierna casi desprendida y con llagas en la piel debidas al largo confinamiento en la cama —dijo el padre—, ¿cómo puede alguien decir que ella era una niña feliz?” En el juicio, tres de los médicos de Tracy declararon sobre la dificultad de reducirle el dolor. Así, Robert Latimer negó haberla matado por su parálisis cerebral; si la mató fue por el dolor y porque no había esperanzas para ella.
El argumento de la pendiente resbaladiza. Esto lleva naturalmente a otro argumento. Cuando la Suprema Corte de Canadá apoyó la sentencia de Robert Latimer, Tracy Walters, directora de la Asociación Canadiense de Centros de Vida Autónoma, dijo que quedó “agradablemente sorprendida” al enterarse de la decisión. “Habría sido lanzarse por una pendiente resbaladiza, y equivaldría a abrirles las puertas a otros para decidir quién debe vivir y quién morir”, dijo.
Otros defensores de los discapacitados hicieron eco a esta idea. Podemos comprender a Robert Latimer, se dijo; podemos incluso estar tentados a pensar que Tracy está mejor muerta. Sin embargo, es peligroso empezar a pensar así. Si aceptamos cualquier clase de muerte por piedad, habremos entrado en una pendiente resbaladiza por la que inevitablemente avanzaremos, y al final cualquier vida será considerada de poco valor. ¿Dónde trazaríamos la línea divisoria?
Si no vale la pena proteger la vida de Tracy Latimer, ¿qué hay de otras personas con discapacidad? ¿Qué hay de los ancianos, los enfermos y otros miembros “inútiles” de la sociedad? A este respecto, suele hablarse de los nazis que buscaban “purificar la raza”, y lo que esto implica es que si no queremos terminar siendo como ellos, lo mejor será no dar esos peligrosos primeros pasos.
Similares “argumentos de la pendiente resbaladiza” se han sostenido en conexión con toda clase de asuntos. Ha habido oposición al aborto, a la fertilización in vitro, y más recientemente a la clonación, por aquello a lo que pueden conducir. Dado que estos argumentos incluyen suposiciones acerca del futuro, son notoriamente difíciles de evaluar.
Algunas veces, en retrospectiva, es posible ver que las preocupaciones eran infundadas. Esto sucedió con la fertilización in vitro. Cuando Louise Brown, la primera “bebé de probeta”, nació en 1978, se hicieron predicciones espantosas acerca de lo que podría ocurrirles a ella, a su familia y a la sociedad en conjunto. Pero nada malo sucedió y la fertilización in vitro se volvió un procedimiento de rutina, empleado para ayudar a miles de parejas a tener hijos.
Cuando se desconoce el futuro, empero, puede ser difícil determinar si tal argumento es válido. Gente por lo demás razonable podría no estar de acuerdo sobre lo que probablemente ocurriría si se aceptara el asesinato por piedad en casos como el de Tracy Latimer. Esto podría conducir a un frustrante callejón sin salida: los desacuerdos acerca de los méritos del argumento pueden depender simplemente de las predisposiciones de los diversos bandos: los inclinados a defender a Latimer pueden pensar que las predicciones no son realistas, mientras los predispuestos a condenarlo insisten en que las predicciones son sensatas.
No obstante, vale la pena hacer notar que es fácil abusar de esta clase de argumentos. Si alguien se opone a algo, pero no tiene buenos argumentos en contra, siempre podrá inventar una predicción acerca de aquello a lo que podría conducir y, por muy inverosímiles que sean sus predicciones, nadie podrá probar que está equivocado. Este método se puede emplear para oponerse casi a cualquier cosa. Por eso debemos ver tales argumentos con precaución.
1.5. La razón y la imparcialidad
¿Qué podemos aprender de todo esto acerca de la naturaleza de la moral? Para empezar, podemos notar dos puntos importantes: primero, que los juicios morales deben apoyarse en buenas razones y, segundo, que la moral requiere la consideración imparcial de los intereses de cada quien.
El razonamiento moral. Los casos de la bebé Theresa, de Jodie y Mary, y de Tracy Latimer, como muchos otros que analizaremos en este libro, pueden despertar sentimientos intensos. Tales respuestas suelen ser señal de seriedad moral y, como tales, se les puede admirar. No obstante, también pueden ser impedimentos para descubrir la verdad: cuando respondemos de modo visceral a un asunto, es tentador suponer que simplemente sabemos lo que debe ser la verdad, sin siquiera tener que considerar los argumentos opuestos. Sin embargo, por desgracia no podemos apoyarnos en nuestros sentimientos, por muy poderosos que sean.
Nuestros sentimientos pueden ser irracionales: pueden no ser más que productos del prejuicio, del egoísmo o de condicionamiento cultural. (En cierta época, por ejemplo, los sentimientos del pueblo le decían que los miembros de otras razas eran inferiores y que la esclavitud formaba parte de los planes de Dios.) Además, los sentimientos de diferentes personas suelen decirles cosas opuestas: en el caso de Tracy Latimer, algunos quedaron convencidos de que debería habérsele dado a su padre una sentencia severa, mientras que otros sintieron con igual convicción que no se le debería haber enjuiciado. Sin embargo, ambos sentimientos no pueden ser correctos.
Así pues, si queremos descubrir la verdad, debemos tratar de que nuestros sentimientos se guíen lo más posible por los argumentos que puedan darse en favor de las opiniones encontradas. La moral es, antes que nada, cuestión de consultar a la razón. Lo moralmente justo, en cualquier circunstancia, es hacer aquello para lo que se pueden dar las mejores razones.
Ésta no es una cuestión nimia acerca de una pequeña gama de conceptos morales; es un requisito general de lógica que cualquiera debe aceptar, sin importar la posición que tenga acerca de cualquier asunto moral en particular. El punto fundamental puede establecerse de modo muy sencillo.
Supóngase que alguien dice que tú debes hacer tal o cual cosa (o que hacer tal o cual cosa sería incorrecto). Puedes legítimamente preguntar por qué debes hacerlo (o por qué sería incorrecto), y si no puede darse una buena razón, puedes rechazar el consejo como arbitrario o infundado.
De esta manera, los juicios morales son diferentes de las expresiones de gusto personal. Si alguien dice: “Me gusta el café”, no necesita dar una razón: simplemente está declarando algo acerca de sí mismo y nada más. No hay algo como “defender racionalmente” el gusto por el café, y así no hay qué discutir. Mientras esté informando sinceramente de sus gustos, lo que dice tiene que ser verdad. Además, no se está implicando que otros deberían sentir lo mismo; si todo el resto del mundo odia el café, no importa. En cambio, si alguien dice que algo es moralmente incorrecto, sí necesita dar razones, y si sus razones son sólidas, otros deben reconocer su fuerza. Por la misma lógica, si no tiene una buena razón para decir lo que dice, sólo está haciendo ruido y no debemos prestarle atención.
Por supuesto, no cualquier razón que pueda darse es una buena razón. Así como hay buenos argumentos, los hay malos, y gran parte de la capacidad del pensamiento moral consiste en discernir la diferencia. Pero, ¿cómo saber la diferencia? ¿Cómo vamos a proceder al evaluar argumentos?
Los ejemplos que hemos considerado muestran algunos puntos pertinentes.
Lo primero es tener una visión clara de los hechos. Con frecuencia esto no es tan fácil como parece. Una causa de dificultad es que los “hechos” muchas veces son difíciles de precisar; la cuestión puede ser tan compleja y difícil que ni siquiera los expertos se pongan de acuerdo. Otro problema son los prejuicios humanos. A menudo vamos a querer creer alguna versión de los hechos porque apoya nuestros prejuicios.
Quienes desaprueban la acción de Robert Latimer, por ejemplo, querrán creer las predicciones del argumento de la pendiente resbaladiza; quienes lo aprueban no querrán creer esas predicciones. Es fácil imaginar otros ejemplos del mismo tipo: gente que no quiere hacer donativos de caridad con frecuencia dice que las organizaciones caritativas malgastan el dinero, incluso cuando no tiene buenas pruebas al respecto; y gente adversa a los homosexuales dice que entre los gays hay un número desproporcionado de quienes abusan de menores, a pesar de toda prueba en contra. Sin embargo, los hechos existen independientemente de nuestros deseos, y el pensamiento moral responsable empieza cuando tratamos de ver las cosas como son.
Después de establecer los hechos lo mejor posible, entran en acción los principios morales. En nuestros tres ejemplos intervinieron muchos principios: que no debemos “usar” a la gente; que no debemos matar a una persona para salvar a otra; que debemos hacer aquello que va a beneficiar a la gente afectada por nuestras acciones; que toda vida es sagrada, y que es incorrecto discriminar a los discapacitados.
La mayor parte de los argumentos morales consiste en aplicar principios a hechos en casos particulares, de tal modo que las preguntas obvias son si los principios son buenos y si están aplicados de manera inteligente.
Sería agradable que hubiera una receta sencilla para construir buenos argumentos y para evitar los malos. Desgraciadamente no hay un método fácil. Los argumentos pueden estar mal en un número indefinido de formas, como resulta evidente a partir de los diversos argumentos acerca de los niños discapacitados; y siempre debemos estar alerta a la posibilidad de nuevas complicaciones y nuevas clases de errores. Sin embargo, esto no es sorprendente. La aplicación mecánica de métodos rutinarios nunca es sustituto satisfactorio de la inteligencia crítica, en ninguna área. El pensamiento moral no es la excepción.
El requisito de imparcialidad. Casi cualquier teoría importante de la moral incluye la idea de imparcialidad. La idea básica es que los intereses de todos son igualmente importantes; desde un punto de vista moral, no hay personas privilegiadas.
Por tanto, cada uno de nosotros debe reconocer que el bienestar de otras personas es tan importante como el nuestro. Al mismo tiempo, el requisito de imparcialidad excluye cualquier esquema que trate a los miembros de grupos particulares como moralmente inferiores, como en ocasiones se ha tratado a los negros, los judíos y otros.
El requisito de imparcialidad está estrechamente ligado a la idea de que los juicios morales deben estar apoyados en buenas razones. Considérese la posición de un blanco racista, por ejemplo, quien sostiene que es correcto que los mejores trabajos en una sociedad se reserven a la gente blanca.
Está contento con una situación en la que los ejecutivos de importantes empresas, autoridades gubernamentales, etc., son blancos, mientras que a casi todos los negros se les limita a trabajos de servidumbre; y apoya las condiciones sociales que mantienen esta situación. Podemos entonces pedir razones; podemos preguntar por qué piensa que esto es correcto.
¿Hay algo en los blancos que los haga idóneos para los trabajos mejor remunerados y los puestos de mayor prestigio? ¿Son en sí mismos más brillantes o más industriosos?
¿Se preocupan más por ellos mismos y sus familias?
¿Son capaces de beneficiarse más de la disponibilidad de tales puestos? En cada caso, la respuesta parece ser que no; y si no hay una buena razón para tratar a la gente de distinto modo, la discriminación es inaceptablemente arbitraria.
En el fondo, entonces, el requisito de imparcialidad no es más que una prohibición contra la arbitrariedad al tratar a la gente; es una regla que nos prohíbe tratar a una persona de modo diferente de otra cuando no hay una buena razón para hacerlo. Pero si esto explica lo que está mal en el racismo, también explica por qué, en algunos casos especiales, no es racista tratar a la gente de modo diferente. Supongamos que un director de cine está haciendo una película sobre la vida de Martin Luther King Jr. Tendría una razón perfectamente buena para no darle a Tom Cruise el rol principal. Obviamente, darle el papel no tendría ningún sentido. Como habría una buena razón para ello, la “discriminación” del director no sería arbitraria y no estaría sujeta a crítica.
1.6. La concepción mínima de moral
La concepción mínima puede enunciarse ahora muy brevemente: la moral es, como mínimo, el esfuerzo de guiar nuestra conducta por razones —esto es, hacer aquello para lo que hay las mejores razones— al tiempo que damos igual peso a los intereses de cada persona que será afectada por lo que hagamos.
Eso nos da, entre otras cosas, una imagen de lo que significa ser un agente moral responsable. Tal agente es alguien que se preocupa imparcialmente por los intereses de cada uno de quienes se verán afectados por lo que hace; alguien que distingue cuidadosamente los hechos y examina sus implicaciones; alguien que acepta principios de conducta sólo después de analizarlos con cuidado para estar seguro de que son firmes; alguien que está dispuesto a “escuchar la razón”, incluso cuando esto significa que tendrá que revisar sus convicciones previas, y, finalmente, alguien que está dispuesto a actuar siguiendo los resultados de su deliberación.
Por supuesto, como es de esperarse, no toda teoría ética acepta este “mínimo”. Como veremos, se ha impugnado de diversas maneras esta imagen del agente moral. Sin embargo, las teorías que rechazan la concepción mínima tienen serias dificultades. La mayoría de los filósofos se ha dado cuenta de esto y, por ello, la mayor parte de las teorías de la moral incorporan la concepción mínima, de una manera u otra. Los filósofos están en desacuerdo, no sobre este mínimo, sino sobre cómo se debe extenderlo, o quizá modificarlo, con el fin de alcanzar una visión enteramente satisfactoria.
Fuente: Introducción a la filosofía moral
Autor: James Rachels