¿EXISTEN REGLAS MORALES ABSOLUTAS?

Texto del libro «Introduccion a la filosofia moral» de James Rachels

Y por qué no decir: ¿Hagamos males para que vengan bienes?
San Pablo, Carta a los romanos 3:8  (ca. 50 d.C.)

9.1. Harry Truman y Elizabeth Anscombe

Harry Truman, el presidente número 33 de Estados Unidos, será siempre recordado como el hombre que tomó la decisión de tirar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Al asumir la presidencia en 1945, tras la muerte
de Franklin D. Roosevelt, Truman no sabía nada del desarrollo de la bomba; los asesores presidenciales tuvieron que ponerlo al tanto. Los Aliados estaban ganando la guerra en el Pacífico, dijeron, pero a un costo terrible. Se habían hecho planes para una invasión de las islas japonesas, que sería más sangrienta incluso que la invasión de Normandía. Emplear la bomba atómica sobre una o dos ciudades japonesas, en cambio, podría terminar rápidamente con la guerra y haría innecesaria la invasión.
Al principio, Truman se mostró renuente a usar la nueva arma. Lo malo era que cada bomba arrasaría una ciudad entera, no sólo los blancos militares, sino también hospitales, escuelas y casas de civiles. Mujeres, niños, ancianos y
otros no combatientes serían exterminados junto con el personal militar. Aunque los Aliados ya habían bombardeado ciudades, Truman sintió que la nueva arma volvía la cuestión de los no combatientes incluso más grave. Además, los Estados Unidos habían condenado públicamente los ataques sobre blancos civiles. En 1939, antes de que los  Estados Unidos entrara en la guerra, el presidente Roosevelt había mandado un mensaje a los gobiernos de Francia, Alemania, Italia, Polonia e Inglaterra denunciando el bombardeo
de ciudades en los términos más enérgicos. Lo había llamado una “barbarie inhumana”: El implacable bombardeo a civiles desde el aire […] que ha
dejado lisiados y ha matado a miles de hombres, mujeres y niños indefensos, ha indignado los corazones de todos los hombres y mujeres civilizados, y ha escandalizado profundamente la conciencia de la humanidad. Si se recurre a esta forma de barbarie inhumana durante el periodo de la trágica conflagración a la que hoy se enfrenta el mundo, perderán la vida cientos de miles de seres humanos inocentes sin ninguna responsabilidad por las hostilidades que han estallado, y que ni remotamente están participando en ellas.
Cuando decidió autorizar los bombardeos, Truman expresó ideas similares. Escribió en su diario: “Le he dicho al secretario de Guerra, Stimson, que la use de modo que el blanco sean objetivos militares y los soldados y marinos, y no
mujeres y niños […] Él y yo estamos de acuerdo. El objetivo será puramente militar”. Es difícil saber cómo interpretar esto, pues Truman sabía que las bombas destruirían ciudades enteras. No obstante, es claro que lo preocupó la
cuestión de los no combatientes. También es claro que estaba convencido de estar haciendo lo correcto. Le dijo a un asesor que, después de firmar la orden, “durmió como un bebé”.
Elizabeth Anscombe, que murió en 2001 a la edad de 81 años, era una estudiante de 20 años en la Universidad de Oxford cuando comenzó la segunda Guerra Mundial.
Ese año ella escribió en coautoría un discutido folleto argumentando que Gran Bretaña no debía entrar en la guerra porque terminaría peleando con medios injustos, como ataques contra civiles. “Miss Anscombe” —como siempre se le
conoció, a pesar de su matrimonio de más de 50 años y sus siete hijos— llegaría a ser una de las figuras más prominentes de la filosofía del siglo xx, y la más grande filósofa de la historia.
Miss Anscombe era también católica, y su religión ocupaba un lugar central en su vida. Sus opiniones éticas, específicamente, reflejaban las enseñanzas católicas tradicionales.
En 1968 celebró la declaración del papa Paulo VI en la que la Iglesia prohibió los anticonceptivos, y escribió un folleto explicando por qué el control artificial de la natalidad era ilícito. Hacia el fin de su vida fue detenida por protestar
frente a una clínica en que se practicaban abortos. También aceptó las enseñanzas de la Iglesia acerca de la conducta ética en la guerra, que la llevaron a un conflicto con Truman.
Los caminos de Harry Truman y de Elizabeth Anscombe se cruzaron cuando, en 1956, la Universidad de Oxford otorgó a Truman un grado honorario. Ésta fue una forma de agradecerle la ayuda de los Estados Unidos durante la
guerra. Quienes propusieron ese honor creyeron que no causaría controversias, pero Anscombe y otros dos profesores se opusieron a que se otorgara y, a pesar de que perdieron, lograron que se sometiera a votación algo que de otra manera habría sido aprobado de manera rutinaria. Luego, mientras se confería ese honor, Anscombe se arrodilló fuera del salón, rezando.
Anscombe escribió otro folleto, explicando esta vez que Truman era un asesino porque había ordenado los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Por supuesto, Truman creyó que los bombardeos se justificaban: habían abreviado la guerra y salvado vidas. Para Anscombe, esto no era bastante.
“Que los hombres decidan matar inocentes como medio para sus fines —escribió— siempre es un asesinato.” Y contestó al argumento de que los bombardeos habían salvado más vidas de las que suprimieron, diciendo: “¡Vamos! Si tuvieras que elegir entre hervir a un bebé y dejar que un desastre
horroroso cayera sobre un millar de personas —o un millón, si mil no te bastan—, ¿qué harías?”
La cuestión es que, según Anscombe, hay ciertas cosas que no se deben hacer, pase lo que pase. No importa si puedes lograr un gran bien hirviendo a un bebé; es algo que simplemente no se debe hacer. (Considerando lo que sucedió a los bebés en Hiroshima, “hervir a un bebé” no está muy lejos.)
Que no debemos matar intencionalmente a personas inocentes es una regla inviolable, pero hay otras:
Ha sido característica de la ética [judeocristiana] enseñar que hay ciertas cosas que están prohibidas cualesquiera que sean las consecuencias que nos amenacen, tales como: escoger matar a un inocente con cualquier propósito, por bueno que sea; hacer pagar a justos por pecadores; la traición (con lo que quiero decir ganarse la confianza de un hombre acerca de algo importante con promesas de amistad y luego traicionarlo a sus enemigos); la idolatría; la sodomía; el adulterio; hacer una falsa profesión de fe.
Por supuesto, muchos filósofos no están de acuerdo; insisten en que una regla se puede violar, si las circunstancias así lo exigen. Anscombe dice de ellos:
Es digno de hacer notar que ninguno de estos filósofos muestra tomar conciencia de que existe una ética así, que están contradiciendo: se suele dar por obvio entre ellos que una prohibición como la que hay sobre el asesinato no es válida ante ciertas consecuencias. Pero, por supuesto, lo estricto de la prohibición tiene como propósito no sentirse tentado por el miedo o por la esperanza de las consecuencias.
Anscombe y su esposo, Peter Geach, también un filósofo distinguido, fueron durante el siglo xx los principales paladines filosóficos de la doctrina de que las reglas morales son absolutas.

9.2. El imperativo categórico
Es difícil defender la idea de que las reglas morales no tienen excepciones. Es bastante fácil explicar por qué debemos hacer una excepción a una regla; podemos sencillamente señalar que, en algunas circunstancias, seguir la regla tendría consecuencias atroces. Pero, ¿cómo podemos explicar por qué no deberíamos hacer una excepción a la regla en tales circunstancias? Es una tarea de enormes proporciones. Una manera sería decir que las reglas morales son inviolables mandamientos de Dios. Aparte de eso, ¿qué se puede
decir?
Antes del siglo xx, hubo un filósofo muy importante que creyó que las reglas morales son absolutas, y ofreció un célebre argumento en favor de esta opinión. Immanuel Kant (1724-1804) fue una de las figuras fundamentales del pensamiento moderno. Argumentó, para tomar un ejemplo, que nunca es correcto mentir, cualesquiera que sean las circunstancias.
No apeló a consideraciones teológicas; en cambio, sostuvo que la razón requiere que nunca mintamos.
Para ver cómo llegó a esta notable conclusión, empezaremos con una breve mirada a su teoría general de la ética.
Kant observó que la palabra deber frecuentemente se emplea de modo no moral. Por ejemplo, 1. Si quieres llegar a ser un mejor jugador de ajedrez, debes estudiar las partidas de Gary Kasparov.
2. Si quieres ingresar en la escuela de derecho, debes anotarte para el examen de admisión.
Buena parte de nuestra conducta está gobernada por tales “deberes”. La pauta es: tenemos un cierto deseo (llegar a ser un mejor jugador de ajedrez, estudiar en la escuela de derecho); reconocemos que un cierto curso de acción nos
ayudará a obtener lo que queremos (estudiar las partidas de Kasparov, anotarse para el examen de admisión), y entonces concluimos que debemos seguir el plan indicado.
Kant llamó “imperativos hipotéticos” a éstos porque nos dicen qué hacer siempre y cuando tengamos los deseos correspondientes. Una persona que no quiera mejorar su ajedrez no tendría ninguna razón para estudiar las partidas de Kasparov; alguien que no quisiera ir a la escuela de derecho
no tendría razón alguna para inscribirse en el examen de admisión. Como la fuerza vinculante del “deber” depende de que tengamos el deseo correspondiente, podemos librarnos de su fuerza simplemente renunciando al deseo.
Así, si ya no quieres ir a la escuela de derecho, puedes librarte de la obligación de tomar el examen.
Las obligaciones morales, por contraste, no dependen de que tengamos deseos particulares. La forma de una obligación moral no es “si quieres tal y cual, entonces debes hacer esto y aquello”. En cambio, los requisitos morales son categóricos: tienen la forma de “debes hacer esto y aquello, punto”. La regla moral no es, por ejemplo, que debes ayudar a la gente si te importa la gente o si tienes algún otro propósito al ayudarla. En cambio, la regla es que debes ayudar a la gente sin importar tus deseos particulares. Por ello, a diferencia de los “deberes” hipotéticos, no se puede escapar de los requisitos morales simplemente diciendo: “Pero eso a mí no me importa”.
Los “deberes” hipotéticos son fáciles de entender. Simplemente requieren que adoptemos los medios necesarios para alcanzar los fines que perseguimos. Los “deberes” categóricos, por otro lado, son misteriosos. ¿Cómo podemos
estar obligados a comportarnos de cierta manera sin importar los fines que queramos alcanzar? Buena parte de la filosofía moral de Kant es un intento de explicar cómo es esto posible.
Kant sostiene que, así como los “deberes” hipotéticos son posibles porque tenemos deseos, los “deberes” categóricos son posibles porque tenemos razón. Los “deberes” categóricos obligan a los agentes racionales simplemente porque son racionales. ¿Cómo es esto posible? Lo es, dice Kant, porque los deberes categóricos se derivan de un principio que debe aceptar toda persona racional. El llama a este principio el imperativo categórico. En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), expresa el imperativo categórico del siguiente modo, es una regla que dice: Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.
Este principio resume un procedimiento para decidir si un acto es moralmente permisible. Cuando estés pensando en hacer una acción particular, te vas a preguntar qué regla estarías siguiendo si hicieras esa acción (ésta será la “máxima” del acto). Entonces te vas a preguntar si estarías dispuesto a aceptar que toda la gente siguiera todo el tiempo esa regla (eso la convertiría en una “ley universal” en el sentido pertinente). Si es así, se puede seguir la regla, y el acto será permisible. En cambio, si no estuvieras dispuesto a aceptar que toda la gente siguiera esa regla, entonces no deberías seguirla, y el acto será moralmente impermisible.
Kant ofrece varios ejemplos para explicar cómo funciona esto. Supongamos, nos dice, que un hombre necesita pedir dinero prestado, y sabe que nadie le prestará a menos que prometa que lo va a devolver, pero también sabe que no podrá devolverlo. Por tanto, se enfrenta a este problema:
¿deberá prometer que pagará su deuda, sabiendo que no puede hacerlo, con el fin de persuadir a alguien de que le preste el dinero? Si lo hiciera, la “máxima del acto” (la regla que estaría siguiendo) sería: cuando necesites un préstamo, promete que lo pagarás, sin importar si crees que realmente puedes pagarlo. Ahora bien, ¿podría convertirse esta regla en una ley universal? Obviamente no, porque sería contraproducente. Una vez que ésta se volviera una práctica universal, nadie creería ya en tales promesas, y entonces nadie prestaría dinero a cambio de ellas. Tal como lo dijo el propio Kant, “nadie creería lo que se prometiera y todos se reirían de tales manifestaciones como de un vano engaño”.
Otro de los ejemplos de Kant tiene que ver con dar caridad.
Supongamos, nos dice, que alguien se niega a ayudar a otros que están en la necesidad, diciéndose a sí mismo, “¿Qué me importa? ¡Que cada cual sea tan feliz como quiera el cielo o él mismo pueda serlo: nada voy a quitarle, ni siquiera le tendré envidia; no tengo deseos de contribuir a su bienestar o a su ayuda en la necesidad!” Ésta, de nuevo, es una regla que no se puede querer que sea una ley universal; puesto que en un momento dado en el futuro, este hombre puede necesitar la ayuda de otros, y no querrá que otros sean tan indiferentes con él.
9.3. Las reglas absolutas y el deber de no mentir
Ser un agente moral, entonces, quiere decir guiar la propia conducta por “leyes universales”: reglas morales que se aplican, sin excepción, en todas las circunstancias. Kant creyó que la regla en contra de la mentira era una de tales reglas.
Desde luego, ésta no es la única regla absoluta que Kant defendió; pensaba que había muchas otras; la moral está llena de ellas. Pero será útil concentrarnos en la regla contra la mentira como ejemplo conveniente. Kant dedicó un espacio considerable al análisis de esta regla, y es claro que tenía
opiniones especialmente fuertes sobre ella. Dijo que mentir en cualquier circunstancia es “la destrucción de la propia dignidad como ser humano”.
Kant ofreció dos argumentos principales en favor de esta opinión.
1. Su razón básica para pensar que mentir es siempre incorrecto era que la prohibición de mentir se sigue directamente del imperativo categórico. No podemos querer que mentir sea una ley universal, porque sería contraproducente; la gente pronto aprendería que no podría confiar en lo
que dicen otros, y entonces no se creerían las mentiras.

Ciertamente hay algo de razón en esto: para que en verdad sirvan las mentiras, los demás generalmente deben creer que los otros dicen la verdad; de este modo, el éxito de una mentira depende de que no haya una “ley universal” que la permita.
Sin embargo, hay una dificultad en este argumento, que será clara si explicamos en detalle la línea de pensamiento de Kant. Supongamos que fuera necesario mentir para salvar la vida de alguien. ¿Deberíamos hacerlo? Kant haría que razonáramos del siguiente modo:
a) Debemos hacer sólo aquellos actos que se conformen a reglas que pudiéramos querer que fueran adoptadas universalmente.
b) Si fuéramos a mentir, estaríamos siguiendo la regla “Es permisible mentir”.
c) Esta regla no podría adoptarse universalmente, porque sería contraproducente: la gente dejaría de creer en otros, y entonces no serviría de nada mentir.
d) Por tanto, no debemos mentir.
El problema de esta manera de razonar fue muy bien resumido por Elizabeth Anscombe al escribir acerca de Kant en la revista académica Philosophy en 1958:
Sus propias convicciones rigoristas sobre el tema de la mentira eran tan intensas que nunca se le ocurrió que una mentira podría ser descrita de manera relevante en términos distintos a los de una mentira sin más (por ejemplo, como “una mentira en tales y cuales circunstancias”). Su regla acerca de las máximas universalizables es inútil si no se estipulan las condiciones para determinar qué vale como descripción relevante de una acción con miras a construir una máxima acerca de ella.

En este respecto, Anscombe fue un modelo de integridad intelectual: pese a que estaba de acuerdo con la conclusión de Kant, pronto señaló el error de su razonamiento. La dificultad surge en el paso b) del argumento. ¿Exactamente qué regla estarías siguiendo si mintieras? El punto decisivo es que hay muchas maneras de formular la regla; algunas de ellas podrán no ser “universalizables” en el sentido de Kant, pero otras sí lo serán. Supóngase que dijéramos que estarías siguiendo esta regla (R): “Es permisible mentir cuando hacerlo
salvara la vida de alguien”. Podríamos querer que (R) se convirtiera en una “ley universal”, y así no sería contraproducente.
2. Muchos de los contemporáneos de Kant pensaron que su insistencia en las reglas absolutas era extraña, y así lo dijeron. Un crítico lo desafió con este ejemplo: imaginemos que alguien está huyendo de un asesino y te dice que está yendo a tu casa a esconderse. Entonces viene el asesino, haciéndose
el inocente, y pregunta a dónde fue aquel hombre.
Tú sabes que si dices la verdad, el asesino encontrará al hombre y lo matará. Es más, supongamos que el asesino ya se está dirigiendo en la dirección correcta, y tú sabes que si simplemente guardas silencio, encontrará al hombre y lo matará. ¿Qué debes hacer? Podríamos llamarlo el caso del
asesino interrogante. En este caso, casi todos consideraríamos obvio que deberíamos mentir. Al fin y al cabo, podríamos decir, ¿qué es más importante, decir la verdad o salvar la vida de alguien?
Kant respondió en un ensayo con un título encantador y anticuado, “Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía”, en el que analiza el caso del asesino interrogante y da un segundo argumento acerca de su opinión sobre la mentira. Escribe:

Después de haber respondido sinceramente que sí a la pregunta del asesino, sobre si su perseguido se encontraba en tu casa, éste se haya marchado de manera inadvertida, de modo que el asesino no dé con él y, por tanto, no tenga lugar el crimen. Pero si has mentido y dicho que no está en tu casa y aquél se ha marchado realmente (aun no sabiéndolo tú), de suerte que el asesino le sorprende en la fuga y perpetra en él su crimen, puede acusársete a ti, con derecho, como originador de la muerte de aquél. Pues si tú hubieras dicho la verdad tal y como la sabías, acaso el asesino, mientras buscaba a su enemigo en tu casa, hubiera sido atrapado por los vecinos que acudieran corriendo, y el crimen se habría impedido. Así pues, el que miente, por bondadosa que pueda ser su intención en ello, ha de responder y pagar incluso ante un tribunal civil por las consecuencias de esto, por imprevistas que puedan ser […] El ser veraz (sincero) en todas las declaraciones es,
pues, un sagrado mandamiento de la razón, incondicionalmente exigido y no limitado por conveniencia alguna.
Este argumento puede plantearse en forma más general: nos vemos tentados a hacer excepciones a la regla contra la mentira porque en algunos casos creemos que las consecuencias de la veracidad serán malas, y buenas las consecuencias de la mentira. Sin embargo, nunca podemos estar seguros de cuáles serán las consecuencias de nuestras acciones: no podemos saber que darán buenos resultados. Los resultados de la mentira pueden ser inesperadamente malos.
Así pues, la mejor política es evitar el mal conocido, mentir, y dejar que vengan las consecuencias que vengan. Incluso si las consecuencias son malas, no serán culpa nuestra, puesto que habremos cumplido con nuestro deber.

Un argumento similar, podemos notar, se aplicaría a la decisión de Truman de lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Se lanzaron las bombas con la esperanza de concluir pronto la guerra. Pero Truman no sabía con certeza que esto sucedería. Los japoneses podrían haberse mantenido
en su posición, y aún podría haber sido necesaria la invasión. Así, Truman estaba apostando cientos de miles de vidas a la mera esperanza de que esto diera buenos resultados.
Los problemas de este argumento son bastante obvios; tan obvios, de hecho, que es sorprendente que un filósofo de la estatura de Kant no fuera más sensible a ellos. En primer lugar, el argumento depende de una opinión injustificadamente pesimista acerca de lo que podemos saber. A veces
podemos estar confiados en las consecuencias de nuestras acciones, y en ese caso no necesitamos vacilar por pura incertidumbre.
Además (y éste es un asunto más interesante desde un punto de vista filosófico), Kant parece suponer que aun cuando seríamos moralmente responsables por cualesquiera malas consecuencias de mentir, no seríamos
responsables de modo semejante por las malas consecuencias de decir la verdad. Supongamos, como resultado de que decimos la verdad, que el asesino encuentra a su víctima y la mata. Kant parece suponer que no tendríamos ninguna culpa. Pero, ¿podemos librarnos de esta responsabilidad
tan fácilmente? Después de todo, ayudamos al asesino.
Este argumento, entonces, no es muy convincente.
9.4. Conflictos entre reglas
La idea de que las reglas morales son absolutas y que no permiten excepciones es implausible a la luz de casos como el del asesino interrogante, y los argumentos de Kant en su favor no son satisfactorios. Pero, ¿hay argumentos convincentes en contra de la idea, aparte de que sea implausible?
El argumento principal contra las reglas morales absolutas tiene que ver con la posibilidad de casos en conflicto.
Supongamos que se considera absolutamente incorrecto hacer A en cualquier circunstancia y también incorrecto hacer B en cualquier circunstancia. ¿Qué hay del caso en el que una persona se enfrenta a la opción entre hacer A y hacer B cuando debe hacer algo y no hay ninguna otra alternativa?
Esta clase de conflicto parece mostrar que es lógicamente insostenible mantener que las reglas morales son absolutas.
¿Se puede hacer frente a esta objeción de algún modo?
Una manera sería negar que tales casos realmente ocurran.
Peter Geach tomó precisamente esta actitud, apelando a la providencia de Dios. Podemos describir casos ficticios en los que no hay manera de evitar la violación de una de las reglas absolutas, afirmó, pero Dios no permitiría que se dieran tales circunstancias en el mundo real. En su libro God and the Soul (1969) escribió Geach:
“Pero supongamos que las circunstancias son tales que la observancia de una ley divina, digamos la ley en contra de la mentira, exige la violación de alguna otra prohibición absoluta de Dios”. Si Dios es racional, no ordena lo imposible;
si Dios gobierna todos los sucesos por su providencia, puede velar porque no se den circunstancias en las que un hombre inocente se enfrentaría a una opción entre actos prohibidos. Por supuesto, tales circunstancias (con la
cláusula “y no hay ninguna salida” escritas en la descripción) se pueden describir de manera consistente; pero la providencia de Dios podría asegurar que ellas de hecho no surjan. Contra lo que con frecuencia dicen los no creyentes, creer en la existencia de Dios sí establece una diferencia
en lo que uno espera que suceda.
¿Realmente ocurren tales casos? No hay duda de que reglas morales serias a veces sí chocan. Durante la segunda Guerra Mundial, unos pescadores holandeses sacaban en sus barcos clandestinamente a refugiados judíos hacia Inglaterra, y los barcos de pesca que llevaban refugiados a veces eran detenidos por patrullas nazis. El capitán nazi llamaba al capitán holandés y le preguntaba adónde se dirigía, quién iba a bordo, etc. Los pescadores mentían, y se les permitía pasar. Es claro que los pescadores tenían sólo una
alternativa: mentir o permitir que sus pasajeros (y ellos mismos) fueran aprehendidos y asesinados. No había otra alternativa; no podían, por ejemplo, quedarse callados o huir de los nazis.
Ahora bien, supongamos que ambas reglas “Es incorrecto mentir” y “Es incorrecto facilitar el asesinato de personas inocentes” se toman como absolutas. Los pescadores holandeses tendrían que hacer una de estas cosas; por ende, un  concepto moral que prohíbe ambas de modo absoluto es
incoherente. Por supuesto, esta dificultad podría evitarse sosteniendo que por lo menos una de estas reglas no es absoluta.
Pero es dudoso que se disponga de esta salida cada vez que haya un conflicto. También es difícil entender, en el nivel básico, por qué algunas reglas morales graves deben ser absolutas, si otras no lo son.

En su libro A Short History of Ethics (1966), Alasdair Mac-Intyre observa: “Para muchos que nunca han escuchado de la filosofía, y mucho menos de Kant, la moralidad es aproximadamente lo que era para Kant”; esto es, un sistema de
reglas que se deben seguir a partir de un sentido del deber, independientemente de los propios deseos. Pero al mismo tiempo, pocos filósofos contemporáneos defenderían la idea central de su ética, el imperativo categórico, tal como Kant lo formuló. Como hemos visto, el imperativo categórico se ve rodeado de problemas serios, tal vez insuperables.
De todas maneras, podría ser un error renunciar demasiado fácilmente al principio de Kant. ¿Hay alguna idea básica subyacente al imperativo categórico que podríamos aceptar, incluso si no aceptamos la forma particular de Kant de expresarla? Creo que sí la hay, y que el poder de esta idea explica, al menos en parte, la vasta influencia de Kant.
Recordemos que Kant pensaba que el imperativo categórico es vinculante para los agentes racionales simplemente porque son racionales; en otras palabras, una persona que no aceptara este principio sería culpable no sólo de ser inmoral, sino también irracional. Ésta es una idea persuasiva: que hay limitaciones racionales, así como morales, a lo que una persona buena puede creer y hacer. Pero, ¿qué significa exactamente esto? ¿En qué sentido sería irracional rechazar el imperativo categórico?
La idea básica está relacionada con la opinión de que un juicio moral debe estar respaldado por buenas razones; si es verdad que debes (o no debes) hacer tal y cual cosa, entonces debe haber una razón por la que debes (o no debes) hacerla. Por ejemplo, puedes creer que no debes causar incendios
forestales porque se destruirían propiedades y moriría gente. El giro kantiano consiste en señalar que si aceptas cualquier consideración como razón para un caso, debes también aceptarla como razón para otros casos. Si hay algún otro
caso en el que se destruirían propiedades y la gente moriría, en ese caso también debes aceptar esto como razón para la acción. No está bien decir que aceptas razones unas veces pero no todo el tiempo; o que otras personas deben respetarlas pero tú no. Las razones morales, si es que son válidas,
son vinculantes para todos y todo el tiempo. Éste es un requisito de consistencia, y Kant tuvo razón al pensar que ninguna persona racional debía rechazarlo.
Ésta es la idea kantiana —o debería decirse, una de las ideas kantianas— que ha sido tan influyente. Tiene muchas implicaciones importantes. Implica que una persona no puede considerarse especial desde un punto de vista moral:
no puede pensar consistemente que le está permitido actuar en formas que están prohibidas a los demás, o que sus intereses son más importantes que los de otros. Como lo observó un comentarista, no puedo decir que está bien que yo me beba tu cerveza y luego quejarme cuando tú te bebes la mía. Además, implica que hay limitaciones racionales a lo que podemos hacer: podemos querer hacer algo —digamos, bebernos la cerveza de otro— pero reconocer que no podemos hacerlo consistentemente porque no podemos al
mismo tiempo aceptar la implicación de que él puede beberse la nuestra. Si Kant no fue el primero en reconocer esto, sí fue el primero en hacer de esto la piedra angular de un sistema moral perfectamente acabado. Ésa fue su gran
contribución.
Pero Kant dio un paso más y dijo que la consistencia exige reglas que no tengan excepciones. No es difícil ver cómo su idea básica lo empujó en esa dirección; pero el paso extra no era necesario, y desde entonces ha causado
dificultades a su teoría. No es necesario ver las reglas como absolutas, incluso dentro del esquema kantiano. Todo lo que requiere la idea básica de Kant es que cuando violemos una regla, lo hagamos por una razón que cualquiera estaría dispuesto a aceptar, si estuviera en nuestra posición. En el caso del asesino interrogante, esto significa que podemos violar la regla en contra de la mentira sólo si estamos dispuestos a que cualquiera lo haga así cuando se encuentre en la misma situación; y la mayoría de nosotros estaría de
acuerdo con eso.
Sin duda, Harry Truman también estaría de acuerdo en que cualquiera, en sus circunstancias particulares, habría tenido buenas razones para lanzar la bomba. Así pues, incluso si Truman se equivocó, los argumentos de Kant no lo
demuestran. Se podría decir, en cambio, que Truman se equivocó porque otras alternativas que le estaban disponibles habrían tenido mejores consecuencias: muchos han argumentado, por ejemplo, que debería haber negociado el
fin de la guerra en condiciones que los japoneses hubieran podido aceptar. Pero decir que habría sido mejor negociar, por sus consecuencias, es muy distinto de decir que lo que Truman hizo violó una regla absoluta.

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