Le di a play y la bachata se metió por mis oídos. ¡Quiero rabo!, gritaba el mayimbe como quien se muere de hambre. Poco a poco se fue llenando la guagua. Los que iban sentados se entretenían mirando el Facebook y mandando notas de voz por WhatsApp.
La rutina parecía repetirse hasta que ella apareció. Llevaba puesta una licra que dibujaba el cielo escondido entre sus piernas. No pude despegar mis ojos de sus pantalones. Para disimular, de vez en cuando, me ponía la mano en la cara y, por entre los dedos, la miraba. Como era la primera vez que la veía en la OMSA, me preguntaba de dónde venía y hacia dónde iba. ¡Eso qué diablos importa!, me dije. Sin vacilar decidí aprovechar el momento. No quería que se bajara sin disfrutarla. Cerré los ojos y con poco esfuerzo la tiré en la cama. Me acerqué con ternura a su boca y fundí mis labios con los suyos. Quité despacio su licra y, terminada esta tarea, mis manos emprendieron caminos distintos: la derecha se posó sobre sus senos y la izquierda aterrizó a una cuarta de su ombligo. Cuando sentí la humedad la penetré. Sus gritos ahogaron la bachata en mis oídos. Con un impulso feroz eyaculé entre mis pantalones. Abrí los ojos y ella había desaparecido.