Media hora antes

«La muerte es un castigo para algunos,

para otros un regalo, y para muchos un favor».

Séneca

Abría la puerta cuando sonó el teléfono. Pensé en continuar, pero por alguna razón quise saber quién llamaba. Regresé. Levanté despacio el auricular, lo puse en mi oído y, aún insegura, contesté:

—¿Buenas?

—Soy Matilde —dijo una voz entrecortada—. Necesito con urgencia que me cubras esta noche.

—No puedo. Ya tengo planes —me adelanté interrumpiéndola.

Matilde guardó silencio por un momento. Sentí deseos de colgar, pero noté, por el sonido agitado de su respiración, que lloraba.

—¿Qué te ha sucedido? —le pregunté.

—Es mi madre, está grave en el Hospital General de Puerto Plata.

Me senté despacio al lado del aparato. Viejos recuerdos agitaron mi memoria. Apreté mi mano izquierda y la llevé sobre mi boca, miré el retrato sobre el televisor y con un suspiro profundo dije:

—Lo lamento mucho, amiga. No te preocupes, ve tranquila con tu madre, yo ocuparé tu puesto.

—No sabes el favor que me haces —indicó agradecida.

Colgué el teléfono. Me levanté resignada a buscar el bulto que había abandonado al lado de la puerta. Saqué la ropa y la organicé en el clóset.

Encontré en el armario aquel libro que mi madre no pudo terminar de leer. Era uno de tapa dura con la imagen de un joven que se agarraba con ambas manos la cabeza. Según lo que un día me contó, tratando de motivarme a leerlo, en él se cuenta la historia de un estudiante que sumido en la pobreza y desesperación mató a una vieja usurera que se aprovechaba de las desgracias ajenas para enriquecerse. El peso del crimen cometido lo estaba enloqueciendo.

Decidí leer varias páginas, pero al cabo de una hora terminé quedándome dormida. Desperté justo a las ocho de la noche. Tuve que apurarme; pues mi servicio, el que había heredado de las entrañas de la amistad, empezaba a las nueve.

Al llegar encontré la recepción deshabitada. La compañera de turno había empezado prematuramente la primera ronda por un paciente que sufría escalonadas crisis de desolación.

Cuando iba a revisar los expedientes de los internos, vi a una mujer salir de la habitación número seis. Fue intranquila hasta el bebedero, trató de tomar agua en uno de los vasos higiénicos que allí había. No pudo. Quiso volver y caminó, ahora más a prisa, hacia el lugar de donde salió. Antes de llegar se detuvo frente al cuadro contiguo a la puerta. Sus pequeñas manos se estrujaban entre sí con impaciencia mientras paseaba su vista por toda la sala. De pronto detuvo la mirada en la pintura. La observó con detenimiento. La tocó. Se quedó unos segundos inmóvil hasta que dando un leve paso sujetó el picaporte para entrar, lo soltó y dirigió sus ojos hacia mí. Yo, que no la había perdido de vista, bajé la cabeza para simular que estaba pendiente de otros asuntos. El sonido pesado de sus pasos me indicó que se movía. Levanté la cara. Noté que se acercaba. La miré y descubrí en su rostro una tristeza de huérfana que me conmovió. A pocos pasos de mí, se detuvo y regresó sin voltear al cuarto. Llena de curiosidad, salí del recibidor. Me acerqué a la puerta. Iba a entrar, pero consideré que sería una imprudencia. Volví a mi puesto y, a cada tanto, levantaba la mirada tratando de descubrir si la puerta volvía a abrirse.

Mi compañera volvió a la recepción. Me saludó sorprendida porque esperaba a Matilde. Aún así, me hizo sentir su caridad de madre parroquial. Me abrazó con ternura y como de costumbre me invitó a la misa del domingo. Me negué. Siempre encontré excusas para evadir sus concitaciones. Al principio eran los padecimientos de salud de mamá, luego mis estudios universitarios; mas ahora, no tengo otro pretexto que la apatía hacia aquel ritual inútil. Sin embargo, por respeto o diplomacia pragmática, le aseguré que el sábado iba a visitar a mi hermano al campo. Que quizás luego la acompañaba. Respondió con rezongona resignación:

—Recuerda que debemos sacar tiempo para Dios.

Le sonreí mientras le daba la razón con un movimiento breve de mi cabeza.

A las once de la noche inicié mi ronda. Fue todo muy rutinario: suministrar los medicamentos correspondientes, aplicar las graduaciones a los sueros, cambiar varias intravenosas y, en algunos casos, solo asegurarme que los pacientes descansaban.

Al abrir la puerta de la habitación número seis, las dos mujeres que la ocupaban sostenían una confusa discusión que no subía de tono por el estado frágil de la enferma. Entré en silencio. Ambas se callaron desde que notaron mi presencia. El aspecto de la que estaba en cama era desolador. Sus ojos hundidos parecían apagarse en la sombra del cuarto. Su cabeza hinchada estaba cubierta con un paño rojizo. Sin soltarle la mano fina y escuálida, la mujer se movió, dejándome espacio para suministrar la medicina. Llevé preparada una solución de Gemcitabina para inyectársela.

Cuando casi terminaba, noté que la convaleciente tenía la vista fija en mí. Un tanto confusa me apresuré a recoger el envase del medicamento. Entonces con una expresión de dolor susurró:

—¡Ayúdame!

La mujer, aún a su lado, le soltó la mano con brusquedad y, sin decir palabra, tapó la boca de la enferma. Mirándola ruborizada le exigí que se la quitara. Quise preguntarle qué sucedía, pero mi compañera entró al cuarto y me pidió ayuda con el paciente de la nueve.

Sesenta minutos después regresé; sin embargo, ambas dormían.

Durante el resto de la noche no pude dejar de pensar en ellas. Recreaba en mi mente una y otra vez aquella escena. Estaba intrigada por el comportamiento de estas mujeres. Abrí el archivo y revisé,  con exhaustiva mesura, su expediente. Era su primera visita al hospital, mas tenía antecedentes de internamientos en otros centros. Su cáncer pancreático estaba en un estado crítico.

Imaginé con pesadez el dolor que padecía la enferma. Recordé las últimas horas de mamá y no pude evitar sentir lástima por aquella mujer y su compañera.

No me tocó volver a la seis durante ese servicio. El hombre de la nueve nos mantuvo muy ocupadas, hasta que murió a eso de las cinco de la mañana. Salí del hospital muy triste por la insufrible sensación del deber no cumplido.

En la noche fui al cine. Desde que murió mamá ahogo mis penas frente a la gran pantalla. Es una especie de terapia o escape voluntario. La sala, casi vacía, solo contaba con tres espectadores hasta que un cuarto apareció cuando la película iba por la mitad. De regreso sentí que alguien me perseguía. Asustada, apresuré el paso para perder al husmeador. Llegué a casa. Me encerré y miré por la ventana, pero la oscuridad de la calle me ocultaba cualquier indicio. Supuse que todo fue un juego de mi mente y lo olvidé.

Al regresar a trabajar ya habían dado de alta a la paciente de la seis. Según lo que averigüé, los doctores consideraron que no había nada que hacer en este caso y  la desahuciaron.

No las pude sacar de mi mente. Imaginaba la amargura que les provocaba esa situación. A veces, me parecía verla ingresar en la habitación. En varias ocasiones entraba al cuarto buscándolas. Dediqué varios días a descifrar el cuadro que la mujer examinó aquella noche. Era un paisaje marino. El azul del cielo tenía un tono más marcado con relación al del mar. En lo profundo de la pintura se distinguía una barca pequeña de color amarillo pálido que se alejaba.

Una semana después, terminando mi turno, encontré a la mujer en el pasillo. Me pidió que la acompañara unos minutos. La complací y, por solicitud de ella, nos sentamos en la cafetería ubicada frente al centro médico. Me dijo que su amiga estaba cada vez peor. De acuerdo a sus cálculos, habían estado juntas por más de diez años, pero sus familiares nunca entendieron ni aceptaron su relación. Después de un silencio precavido, para que la mesera recogiera las tazas vacías del café, dijo con estricto hermetismo que se habían prometido poner fin a cualquier sufrimiento prolongado y sin esperanza. Con lágrimas en los ojos y con un tono débil, me confesó no haber tenido el valor para cumplir su promesa por el temor a quedarse sola. Necesitaba mi ayuda. Quería que asistiera a su pareja en este importante proceso.

Yo, totalmente aturdida, no encontré qué decir. La mujer, poniéndose de pie, metió sus manos en los bolsillos y sacó un papel.

—Esta es nuestra dirección—indicó mientras me lo entregaba.

Lo tomé con las manos temblorosas. La mujer, que ya había atravesado la puerta, me miraba desde la calle. Desenvolví la nota con la lentitud con que se espera la muerte. La leí y la última línea aclaraba:

«Si no vienes, entenderemos; pero te esperamos a las nueve».

Salí confundida del café. Por largo rato caminé sin rumbo. El apoyo que solicitaba la mujer me había desconcertado. No podía dejar de pensar en aquella conversación. Me senté en el parque. Olvidé mi promesa y encendí un cigarrillo. Miré a un anciano que alimentaba unas palomas. Su vida parecía tan plena, tan digna; tan bien vivida que me hicieron sonreír sus payasadas.

Llegué a mi casa. Me tiré en la cama y dormí por más de dos horas. Desperté con la conmoción de alguien a quien le ha tomado el tiempo para algún compromiso. Sobre el televisor yacía la fotografía de mi madre. La tomé. Me senté a observarla. Mis mejillas se humedecieron por un tumulto de imágenes que me hicieron recordar la agonía de sus últimos días y sus inútiles súplicas. Entonces me vestí. Tomé el papel y salí.

Llegué media hora antes a la cita. La mujer me recibió mirando su reloj, pero con el rostro iluminado por mi presencia. No dijo nada, yo tampoco proferí palabra alguna.

Me entregó una jeringa y un envase con cloruro de potasio. Preparé la inyección. Esperé a que se despidieran. Entré y sin mirar el rostro de la enferma, apliqué el tratamiento.

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