¿Qué es mejor, soportar a un jefe tirano que me explota o a un marido mediocre que me llevará a París si le hago un mohín de gatita?

Este domingo pasado la columna de Manuel Vicent levantó cierta polvareda en las redes sociales. Se titulaba Cuerpos y defendía la siguiente tesis: «Frente a aquella generación de mujeres, que en los años sesenta del siglo pasado decidió ser libre y realizó un arduo sacrificio para equipararse a los hombres en igualdad de derechos e imponer su presencia en la primera línea de la sociedad, cada día es más visible una clase de mujer joven, incluso adolescente, que ha elegido utilizar las clásicas armas femeninas, que parecían ya periclitadas, la seducción, la belleza física y el gancho del sexo para buscar amparo a la sombra de su pareja y recuperar el papel de reina del hogar». Teniendo en cuenta cuán penoso está el mercado laboral, se preguntaba: «¿Qué es mejor, soportar a un jefe tirano que me explota o a un marido mediocre que me llevará a París si le hago un mohín de gatita?»

Sorprendía, por una parte, porque no creo que estudio sociológico alguno avale esa apreciación de que las jóvenes, cada vez más, suspiren por quedarse en el hogar, ser amas de casa -o sus versiones digitales modernas- y conformarse con que sea el maridito quien traiga el dinero a casa. La crisis es más bien una ocasión en la que muchos varones están aprendiendo a cuidarse del hogar y de los hijos: ellos sin trabajo y ellas sosteniendo a la familia. Es cierto, eso sí, que el suspiro «ojalá encuentre un novio rico que me retire» es mucho más habitual en boca de una chica, medio en chanza medio en serio, que su equivalente en boca de un chico. Es una larga inercia de décadas y de siglos (amén de lo raro que sigue pareciendo que sea el chico «el amo de casa»: el que nos engatusa con sus mohines de gato…).

Sin embargo, Vincent apuntaba bien. ¿Por qué tantas y tantas mujeres se machacan en el gimnasio, se esfuerzan en dietas imposibles, se dan trece tipos de crema, se apuntan a toda engañifa anti-aging, se compran y compran trapitos, se suben a tacones terroríficos, se operan o se ponen silicona? Para gustar a los hombres, evidente, respondía el escritor. Pero ¡no!, le han contestado algunas: «para gustarse a sí mismas». La cuestión es, ¿por qué hay que desplegar toda esa ardua ascética para gustar o gustarse? ¿Por qué si a los varones les basta con una pequeña parte de ese esfuerzo estético? Porque así lo manda el canon implacable de nuestra sociedad, reproducido como en un juego de espejos en todos y cada uno de los ámbitos en los que nos movemos. La pregunta sugerida por Vicent ha sido formulada por muchas pensadoras feministas en los últimos veintitantos años: ¿es el «mito de la belleza» -tan vigorizado por la sociedad de la imagen y del consumo- un freno para la liberación de la mujer? ¿Pueden acaso las nuevas generaciones -ignorantes o indiferentes de las luchas de sus mayores- caminar ‘hacia atrás’, aceptar una disminución de derechos, amoldarse, acomodarse?


Fuente: elpais.com

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