La matanza de haitianos fue el resultado de variados factores tales como el incremento de la migración haitiana como producto de la crisis de la industria azucarera y su secuela en la dinámica económica de Haití. La enorme influencia económica y cultural ejercida por esta comunidad étnica no podía pasar desapercibida para el poder totalitario.
Los historiadores, los sociólogos, publicistas y otros destacados intelectuales han enunciado diversas explicaciones disímiles sobre las causas que determinaron el sangriento hecho. De la lectura del discurso pronunciado por Trujillo, el 2 de octubre de 1937, en la Casa del Pueblo de la entonces común de Dajabón, se infiere que la motivación o coartada fue el robo de ganado en la frontera, aunque se trata de un mito, como ya hemos planteado en un artículo anterior.
El propio Trujillo ya había trazado las pautas de cómo se explicaría el sangriento episodio de 1937 en su discurso del 2 de octubre en la Casa del Pueblo de Dajabón. A los pocos días de consumado el hecho, al ser cuestionado por el periodista estadounidense Quentin Reynolds, de la revista Collier’s, sobre los rumores de problemas en la zona fronteriza, este le respondió que efectivamente algunos campesinos haitianos habían cruzado la frontera en la parte norte y trataron de robar chivos y vacas a los campesinos dominicanos, que hubo “lucha” y algunos muertos en ambos lados de la frontera. (Introducción al libro de Albert Hicks, Sangre en las calles, Santo Domingo, 1996).
Este alegato del robo de ganado y el subsecuente enfrentamiento entre campesinos dominicanos y haitianos, enarbolado por Trujillo, se convirtió en la versión oficial del régimen para legitimar la sangrienta hecatombe. En 1941, el Lic. Julio Ortega Frier, a la sazón secretario de Relaciones Exteriores, utilizó la noción de merodeador o marotero haitiano, desarrollada por Sócrates Nolasco, quien ubica su origen remoto en el bucanero usurpador de tierras y reses, que apareció en la guerra de Independencia y se representó “una amenaza constante, más pertinaz y peor que la guerra”.
Este “enjambre de merodeadores haitianos” vaciaban de reses los pastos, que era la principal riqueza de una región de ganaderos, quienes aún consideraban innecesarias las cercas. El maroteo era un agente explorador y sembrador de “estragos”, procedentes de la superpoblada república de Haití, cuyo excedente humano continuaba el trasiego constante hacia la parte este, donde se asentaba en lugares despoblados, luego de lo cual reclamaban el derecho de posesión del terreno ocupado. (S. Nolasco, “Colonización contra marota”, en Viejas Memorias,segunda parte,Santo Domingo, 1968).
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Estos son los mismos merodeadores que ejercían en la época previa a la matanza de haitianos, aunque Ortega Frier estima que Nolasco soslayó dos nuevos elementos que entraban en la configuración de los maroteros, que lo trocaban en un nuevo sujeto invasor. A saber, su propensión, legada por los africanos, de constituirse en gavillas que tienen dos modalidades básicas de existencia: los Piquets (piquetes) y los cacos (salteadores). El segundo elemento aportado es el requerimiento biológico de rápida expansión territorial debido a su crecimiento vegetativo. El rasgo distintivo de estas dos clases de bandas era que, sin atacar de forma sistemática al Gobierno, “se dedicaban a robar a la población civil, atacando a las personas, y con frecuencia pillando o incendiando los poblados y las fincas”. De modo que la masacre fue el resultado del choque entre los cultivadores y criadores dominicanos y esas bandas. Ortega Frier va más lejos cuando vaticina que sin la “extirpación de la marota”, los enfrentamientos entre estos dos grupos resultarán ineludibles, excepto cuando se despoje a los dominicanos de su instinto de conservación. (J. I Cuello (editor), Documentos del conflicto-domínico haitiano, pp. 494-499).
El insustancial argumento del robo de ganado, como justificativo de la masacre, la reprodujeron tanto los primeros intelectuales que escribieron sobre el tema como la totalidad de los intelectuales orgánicos de la tiranía, tal como se puede constatar en la exuberante literatura publicada en la época. Algunos de ellos simplemente expresaron desconocer las razones de la matanza o apelaron al trivial alegato de que Trujillo se hallaba en estado de embriaguez cuando dio la orden de asesinar a los haitianos para contrarrestar el robo de ganado. Un intelectual seguidor del expresidente Horacio Vásquez, Luis F. Mejía, en su texto De Lilís a Trujillo, (Caracas, 1944), expone que ante las quejas por los frecuentes robos de ganado en la frontera norte que le presentaron los criadores de allí, en la casa de Isabel Mayer de Montecristi, y en el transcurso de una animada fiesta, Trujillo ordenó la matanza de todos los haitianos radicados en territorio dominicano.
Para Balaguer, por tratarse de ”una costumbre que contaba con un arraigo dos veces secular en los instintos de la masa haitiana”, la eliminación del merodeo en las poblaciones fronterizas era una de esas tareas que no podían cumplirse fácilmente ”sin efusión de sangre”. De ahí que el Gobierno se viera precisado a crear una policía montada que vigilaba permanentemente las fronteras y contaba con el apoyo de los campesinos que también defendían sus propiedades. (La realidad dominicana, Buenos Aires, 1947).
Ramón Marrero Aristy, en su texto Trujillo. Síntesis de su vida y su obra (Ciudad Trujillo, 1949), explica que el hurto de ganado y frutos en la frontera era cosa corriente en la frontera, aunque de menor intensidad cuando la parte dominicana ofrecía escasas riquezas. Sin embargo, ya en 1937 la frontera del lado dominicano se había convertido en un “acicate” para la “miseria haitiana”, y fue precisamente en este año cuando se intensificó el robo en perjuicio de los criadores y pequeños agricultores dominicanos y provocó el “grave incidente” y “escenas dolorosas” que resultó distorsionado por la “malignidad de cierta prensa y ciertos aventureros internacionales”.
Félix A. Mejía en Viacrucis de un pueblo (México,1951), imputa la matanza a la “borrachera de un déspota”. “Solo los vapores del alcohol subidos al cerebro de un monstruo que, obedeciendo a sus instintos sanguinarios y veleidosos, se desenfrenó cual rayo de sangre fulminante, con triste suerte esta vez para millares de inocentes y espanto y vergüenza para la humanidad”.
Debido a la tesitura conciliatoria exhibida por Trujillo ante el pueblo haitiano, entre 1931 y octubre de 1937, el historiador Jean Price-Mars se mostró estupefacto a la hora de explicar las motivaciones de la matanza: “¿Qué había ocurrido? Nadie podía decirlo, y todavía hoy, fuera de un reducidísimo número de personas que han estado vinculadas a la génesis del abominable drama y que tienen todavía sobrada razón para guardar silencio, no hay quien conozca los entretelones de este siniestro episodio”. (La República de Haití y la República Dominicana, Puerto Príncipe, 1953).
De acuerdo al escritor español Pedro González Blanco, quien operaba al servicio del dictador, en su libro La era de Trujillo (Ciudad Trujillo, 1955), solo con la llegada al poder de un “titán” como Trujillo, conductor de un Estado auténtico, pudo resolverse sin subterfugios el intrincado problema fronterizo y de retornar a la población dominicana a su genuino suelo cristiano e hispánico. Hasta la llegada de Trujillo al poder no había existido entre el pueblo dominicano un “fuerte sentimiento de nacionalidad”. Pero el cometido de este no se limitó al establecimiento de una simple “línea demarcativa” sino a instituir un linde de evidente acento cultural. Sopesaba como un “milagro” que Santo Domingo se mantuviera firme en sus ideas y su cultura española. La matanza, o “grave incidente”, sobrevino a raíz de la solución definitiva de la cuestión fronteriza y el establecimiento de un organizado servicio fronterizo de vigilancia y control.
Para el profesor Jesús de Galíndez, secuestrado en Estados Unidos y asesinado luego por Trujillo, en su libro La Era de Trujillo (Chile, 1956) expresa que el “mayor secreto” seguía siendo la razón original de la misma matanza y que solo había escuchado decir que los jefes del Ejército dominicano habían interpretado con excesivo celo un comentario de Trujillo en una noche de tragos.
El periodista español Ismael Herraiz, en su extenso libro Trujillo dentro de la historia (Madrid, 1963), basándose en la intrincada historia de la división fronteriza y en las cavilaciones racistas de Peña Batlle y Balaguer, expresa que la influencia era muy difícil de eliminar por reglamentaciones formales dado que “la ola negra” no se realizaba por los caminos normales de las aduanas fronterizas, sino por los “vericuetos y trochas del confín” y establecían sus chamizos en territorio dominicano. En otros casos se trataba de un “abigeato imparable” que escondía el botín en territorio haitiano y únicamente la línea militar y las severas medidas de policía eran capaz de contener a un pueblo caracteriza por su elevada fecundidad que presionaba de forma amenazadora el vecino. De modo que ante la inutilidad de los convenios la única solución viable era el uso de la fuerza.
El sociólogo Luis Fernando Tejeda, enunció una tesis muy controversial sobre el exterminio de 1937, al postular que este “[…] obedeció a un proceso de acumulación originaria que no era sino un aspecto de un proceso más general que se estaba dando en todo el país y que Trujillo llevó a extremos inauditos. (Realidad Contemporánea, Nos. 8-9, 1979). Para el historiador Roberto Cassá el holocausto respondió al imperativo del dictador de disponer de un poder absoluto, aunque admitió que siguen siendo “oscuros” los motivos personales que tuvo Trujillo para ordenar la matanza. (Historia social y económica de la República Dominicana, t. II, 1980).
El experimentado sociólogo José del Castillo Pichardo vincula el genocidio a la gran depresión de 1929 que determinó el retorno forzoso o voluntario de decenas de miles de braceros haitianos y jamaiquinos de Cuba al establecerse medidas proteccionistas para los nacionales. Esto provocó la aceleración de la migración de haitianos hacia la República Dominicana, que se había iniciado en 1919. En el país se emitió una Ley del Trabajo para dominicanizarlo, la cual consignó la obligatoriedad de contratar el 70% de los nacionales en los centros laborales. Sin embargo, al obstaculizar la “contigüidad territorial” el control de la inmigración se produjo el “fatídico desenlace”. (“El problema de los braceros haitianos: Orígenes”, Última Hora, 4 de enero de 1980).
Juan I. Jimenes Grullón atribuye la matanza al fracaso de la política de Trujillo para controlar el territorio haitiano, y al frustrarse su cometido acudió al genocidio para incrementar su “concentración de capitales” a través de las apropiaciones colectivas. (Sociología política, t. III, 1980). La intelectual haitiana Susy Castor entiende que la matanza tiene un “tejido bastante complejo” que abarca la cuestión fronteriza en su evolución, el fenómeno migratorio y todas sus implicaciones y el desarrollo del antihaitianismo por parte de la oligarquía dominicana. (Migración y relaciones internacionales, 1983).
Frank Moya Pons expuso que “inspirado no se sabe por qué, Trujillo viajó a Dajabón a principios de octubre de 1937 y allí pronunció un discurso señalando que esa ocupación de los haitianos de las tierras fronterizas no debía continuar, ordenando luego que todos los haitianos que hubiera en el país fueran exterminados”. (Manual de Historia dominicana, 1984). Entretanto, Bernardo Vega postuló la certeza de que el blanqueamiento de la frontera fue uno de los móviles que tuvo el poder despótico para consumar la matanza. (Trujillo y Haití, (1930-1937) vol. I y Trujillo y Haití, 1938-1938, vol. II, 1985).
De acuerdo a José Israel Cuello Trujillo superó con creces la crueldad practicada por el general Benito Monción, quien le cortaba los testículos a los haitianos sorprendidos en territorio dominicano sin la autorización correspondiente. Cuello depara una explicación sobre las motivaciones de la matanza de haitianos con un fundamento empírico. Asume que en su recorrido a lo largo de la frontera, desde el sur hasta norte, las personalidades militares y civiles de gran poder que acompañaron a Trujillo, se mantuvieron intrigando y estimulando “sus oídos”, “sus odios” y sus primitivismos”, con expresiones maliciosas contra los haitianos allí residentes, tales como: “mire Jefe, esos haitianos bañándose en el río”, “mire Jefe, esos haitianos cosechando en la tierra de su compadre fulano”, “mire Jefe, moneda haitiana circulando en lugar de la dominicana” (mentiras, entonces la que circulaba era la norteamericana en territorio dominicano).
Los intelectuales racistas que rodeaban a Trujillo, a juicio de Cuello, también contribuyeron a forjar en este una conciencia negativa ante los haitianos fronterizos, “a un dictador que no requería de estímulos para ser brutal […], con tesis sobre superioridades raciales y sobre orígenes hispánicos concurrentes en el mismo sentido y demandándole al unísono el empleo de la fuerza para la implantación de los límites fronterizos y la apertura hacia otras inmigraciones”. (Documentos del conflicto domínico-haitiano de 1937, 1985).
El sociólogo Franc Báez Evertsz expuso en su texto Braceros haitianos en República Dominicana (Santo Domingo, 1986) que la matanza de haitianos se hallaba enmarcada en el proceso de “repulsión de la fuerza de trabajo migrante en momentos de depresión” de la industria azucarera de El Caribe que determinó la repatriación de 70,000 braceros haitianos desde Cuba a fines de la década de 1920. Pero al detenerse la migración haitiana hacia la industria de ese país también se incrementó de forma significativa la ocupación de tierras en la frontera norte. La forma en que esta se perpetró la “sinfonía escarlata”, para emplear la expresión de Albert C. Hicks, estuvo fundamentada en “motivaciones de orden ideológico, enraizada en el largo proceso de pugnas entre las dos naciones”.
El doctor Báez Evertsz se cuestiona sobre las razones por las cuales Trujillo no procedió a la repatriación masiva de haitianos y optó por una “sangrienta carnicería”. Para explicar esta determinación del déspota dominicano resalta el contexto de la crisis, un mayor dinamismo económico y poderío militar de República Dominicana en relación con Haití, así como la instauración de un nuevo orden político que se iniciaba con Trujillo.
En su ensayo “República Dominicana atrapada en sus percepciones sobre Haití”, Rubén Silié, sociólogo e historiador, sostuvo que con la matanza Trujillo pretendió “establecer nuevas reglas de juego frente a las autoridades haitianas y un nuevo símbolo de nacionalismo en la República Dominicana, más que el de la eliminación física de todos los inmigrantes haitianos”. (En W. Lozano (edit.), La cuestión haitiana, 1992)
Otro estudioso del exterminio de 1937, el historiador estadounidense Richard L. Turits, ha insistido en el componente étnico y entiende que este obedeció al designio de las élites dominicanas de delimitar la nación tanto geográfica como culturalmente y conformar de este modo una comunidad monoétnica, medularmente diferente de Haití a lo que resistía la población bicultural de la frontera. (“Un mundo destruido, una nación impuesta”, Estudios Sociales, 2003).
Como se puede apreciar, la hermenéutica sobre las causas del genocidio de 1937 es bastante disímil. Entendemos que la matanza de haitianos fue el resultado de variados factores tales como el incremento de la migración haitiana como producto de la crisis de la industria azucarera y su secuela en la dinámica económica de Haití. La enorme influencia económica y cultural ejercida por esta comunidad étnica no podía pasar desapercibida para el poder totalitario que emprendió la eliminación masiva de los haitianos y domínico-haitianos con la expresa intención de concluir de manera definitiva la delimitación fronteriza, ejecutada desde los primeros años de la década de 1930, y ejercer de este modo un control absoluto del territorio nacional.
Para el orden totalitario extremo de Trujillo resultaba inconcebible que la comunidad fronteriza binacional se desarrollara con elevados niveles de autonomía. El programa de Trujillo era tan amplio que “no podía quedarse un pedazo de nuestra tierra que no fuera objeto de preocupación” y nadie debía sentirse huérfano de la acción directa del Estado, proclamó Héctor Incháustegui Cabral en El pozo muerto (Santiago, 1980)
Fuente: acento.com