Varias noches a la semana, agotada de administrar la pequeña lechería y comandar la fabricación del queso fresco y cocinado, la molienda de la horchata, la batida de las cajetas, la confitada de los piñonates y la preparación de los cinco tiempos de comida en la casona multitudinaria, la abuela encontraba, no se sabe dónde, fuerzas para hacer de Scherezada.
Contaba historias de marineros que caminaban sin saberlo sobre el lomo de las ballenas, carretas viajando por caminos interminables donde acechaban perros demoniacos y mujeres que se transformaban en yeguas, aciagas sorococas, mercaderes enterrados vivos por desconocer las costumbres, malvadas ancianas envenenadoras de manzanas, disfrazados lobos acechantes, deformes patitos abusados, viejos yacarés que se almorzaban capitanes de la marina de guerra, feroces piratas de Borneo, conejos socarrones, tontos suertudos, flautas delatoras y juguetes enamorados. El niño se quedaba dormido pensando en aquellas historias sin saber que el nombre de su abuela era providencial: Esperanza.
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