La ciudad (Poema)

Sauris Ramírez
Sauris Ramírez

Risas y llantos inarmónicos de las calles alucinantes,
Donde el gorrión del tránsito le hace la contraparte al sol;
Es la ciudad con su bosque de asfalto y edificios,
Verdades y contradicciones de seres que como arlequines:
Viven con sus llantos de risas, y mueren con sus risas de llanto.

II

Cuando el smog, pestilente, alimenta los mendigos
Que enlutan la ciudad con su existencia lastimosa,
Algo se turbia en las nubes, y las desaparece con saña,
Para que los látigos del sol castiguen la indiferencia.

III

Allí, el ciego que nació con las manos extendidas,
Multiplica la longitud de sus vivencias pedigüeñas
Para exigir al Mercedes el elixir de la moneda azarosa:
Esa, que mata con eterna agonía a las manos horizontales.

IV

Un bocinazo despierta al peatón abobado,
En sus pensamientos de espera; en sus frustraciones de sueños.
Allí va, como guiñapo, estrujado por el desempleo,
Reducido por el hambre:
Atormentado por el llanto de los hijos de la anemia.

V

Mientras la fuente, del bocinazo de infarto, va blindado y sin ojos:
Blindado para proteger el arma que corroe las almas;
Y sin ojos, para no ver el panorama del que se burla su oro.

VI

El banco al que se dirige está preñado y hambriento
Del billete que va y viene:
Mientras esclavos elegantes, uniformes y amables:
Le hacen, en sus precariedades, más don, a un Don desconocido.

VII

Esos, obreros de la riqueza ajena:
Ricos en la producción, miserables en el uso;
Son la cara, son el arma, de la máquina incongruente,
Que exprime la ciudad y también la aceita.

VIII

Sí, la gran máquina del dinero:
Como dragón de metal: domesticado por fantasmas,
Amos de los titerillos que fungen como piezas,
Indispensables y sustituibles, imprescindibles y desechables,
De este y los demás dragones,
Que siembran y se alimentan de la desdicha común,
Excluyente de fantasmas.

IX

El manicomio vehicular enciende sus ojos
Cuando la noche se encarama sobre las construcciones banales,
Llenando de sombras el vacío que el cobarde astro-luz,
En su huida, dejó triste.

X

Y entonces: los ojos tienen que ser más ojos:
El vivo, omniviviente;
Porque amilanarse es morir, en el desahucio absoluto,
En las calles de esta selva que hicieron llamar, ciudad…

XI

Nerviosas cocuyeras celestiales miran absortas y confusas,
Las noches para fieras: esas que empiezan sudorosas,
Regresan cansadas; exangües y de animosidad obligada.
Esas noches que al burgo le trae la disyuntiva del día muerto,
Y el que parirá su ausencia,
Se sueña con la penitencia,
De momentos y momentum que invaden los mismos sueños,
Del yo de todos.

XII

Las noches citadinas se retuercen en su trajinar de ruidos,
Propio del tintineo del monstruo negro que va sobre la espalda del día,
Y entonces, como prudencia en la locura, va callándose,
Como si fuese agonizando,
Por las puñaladas infringidas por las agujas del reloj.

XIII

El silencio, en la ciudad, se vuelve una ola que comunica
madrugadas:
Donde, a veces un silbido, trémulo y monótono,
Inyectado por algún insecto fanfarrón o alguna alimaña nocturna,
Creída reina, en la soledad fortuita,
Delimita o se atreve, mientras el sueño palpita.

XIV

Las verdades son del día, las sorpresas de la noche;
En la ciudad de la vida, donde el hombre come hombre,
Donde la fiera es el hombre.
Porque: ¿Quién, con ambición infatigable, puede comerse al horizonte?
¿Puede volver polvo los mares, o hacer ciudades los montes?
Es el
Es el hombre la ciudad, con estupro de ignorancia,
Late o se multiplica entre el amor y el dolor.
Se multiplica y transforma la naturaleza en pavor;
Se multiplica y transforma la naturaleza en pavor.

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