N. Shyamalan o la destrucción del personaje de acción

Un tema recurrente en la producción Hollywoodenses es  lo que yo llamo “mercantilismo fílmico”, que consiste en elaborar filmes que aseguren el triunfo taquillero, fórmula que se ha convertido en una especie de canon universal para medir el éxito de cualquier película. En función de esto se escoge “una constelación de estrellas” de aceptación universal; actores y actrices que, por su fama, hacen de cualquier película una “máquina de dinero”. Estas estrellas son conocidas por desempeñar papeles excitantes: personajes que reproducen nuestras aspiraciones. Lo que queremos ser, o lo que queremos tener (nos identificamos con esos héroes que nos sustituyen en su lucha contra el abuso, que hacen, aunque sea por un instante,  que nos olvidemos que vivimos en una sociedad donde la injusticia y el abuso nos sumergen en la impotencia). Y somos felices con ello.

Así que, nos regodeamos con esas películas que, a pesar de su débil argumento, nos complacen con personajes hechos a imagen y semejanza de nuestro deseos de justicia. Los directores, a cambio de asegurar sus fortunas, nos sumergen en una ilusión donde somos fuertes, invencibles e inmunes a la maldad. Son esos filmes los que nos arrastran en masa a copar las salas de cines, seguros de que no hemos derrochado nuestro dinero gracias a la protagonización de Tom Cruise y Angelina Jolie (Por ejemplo).

Ante estos campos de ilusiones, el buen guión y la reputación del director dependen de la fama del actor. El art system  se impone sobre el arte. La simple presencia del último nos condiciona al momento de valorar una película en cualquiera de sus dimensiones. El cine como tal debe su vida, en gran parte, a los actores. Casi siempre, esto es lo atrae al público, que, en su gran mayoría, sabe escasamente de cine y de actuación.

Pero no sucede con el que sabe de arte dramático, que lo ve bajo la dirección de su experticia. En cambio, nosotros, los que buscamos una escapada a la presión social, juzgamos las cosas basados en un gusto prácticamente vulgar, pues no queremos más que entender la historia sin apreciar la obra de arte que se nos proyecta en la pared, Ahora bien, ¿a qué se debe esto? ¿qué es lo que entendemos de los actores que nos empuja a buscar sus películas y en función de su fama darles un visto de aprobación? Estas respuestas son fáciles de responder: en realidad no nos interesan los actores, sino el recuerdo que en sus actuaciones primeras imprimieron en nuestro subconsciente.

Me explico, admiramos a Bruce Willis no porque entendemos el poder de su actuación (de esto no entendemos nada), sino porque cuando vimos Duro de Matar,  nos vimos proyectados en el héroe y, en los malvados, a esos desgraciados que hace de nuestras vidas una historia miserable. Valoramos su arrojo y su temeridad en el “arte de matar a los malos”, y porque fue así que pudimos comprender que, por lo menos, aunque sea en el mundo del “celuloide”, existe la posibilidad de ahogar nuestra sed de justicia.  Nos “gustan” las películas con Steven Seagar porque mediante su actuación disfrutamos la forma de infligir dolor a los “malos”, y porque es la única vía de tomar venganza sin la más leve consecuencia. Brad Pitt, Tom Cruise, Nathalie Portman, o cualquier otro, nos importa un bledo, lo que amamos es la imagen que grabaron en nuestros memorias de un personaje que hizo posible nuestro más furtivo recuerdo.  En verdad no amamos al actor sino al personaje.

Pero todo tiene su fin. En esa tradición hollywoodense de personajes invulnerables, de héroes que tras el llanto se burlan del dolor y de la desgracia, existe la posibilidad de una ruptura, una posibilidad de retornarnos a este mundo que de algún modo odiamos por ser opuesto a nuestras más humanas aspiraciones. Existe la manera de volvernos a este mundo de miserias y debilidades; aquí no hay más entes complejos capaces de las más bajas acciones; entes que temen a cualquier cosa, incluso, a sí mismos. Corren de acá para allá buscando una salida a “su callejón sin salida”, en el que se encuentran acorralados. No hay seres invencibles con los que nos podamos identificar, sino sujetos iguales a nosotros: torpes, paranoicos, temerosos hasta de nuestra propia sombra

Night  G. Shyamalan, joven director indiano (productor de célebres filmes como Sexto Sentido, la dama del Agua, La Aldea, El protegido, El fin de los tiempos,  entre otros), rompe con la tradición de héroes invulnerables y de  episodios donde la americanidad (muy eventual aún en cineastas de nacionalidades distintas a la estadounidense) es el eje transversal del cine de Hollywood.

 En sus filmes, N.  Shyamalan hace del miedo la prisión de sus personajes; estos susurran, no hablan, como si estuvieran cuidándose de lo que dicen. No hay libertad en sus conversaciones; están encadenados a un terror inerme que comprende todo el film. No disfrutan de las cosas de su derredor, no ríen (y si lo hacen, como en La aldea, es bajo el augurio del desastre). En sus películas, la felicidad es un presagio, el anuncio de una desgracia que se avecina (Sexto Sentido, El fin de los tiempos, El protegido).

Diferente a los filmes de otros directores, los suyos se caracterizan porque, además de que la conversación es sustituida por susurros, el héroe sostiene una lucha absurda: combate contra situaciones ajenas a su voluntad, contra fuerzas imponderables. El antihéroe está diseminado en su mundo: la naturaleza, lo inconmensurable, lo incomprensible, el mito, la leyenda, lo absurdo de las cosas (…), todo eso constituye el enemigo contra quien el héroe lucha; pero no es un enemigo cualquiera, es uno que se esconde en la oscuridad y del que no se conoce nada, pero que, a su vez, está bien orientado sobre las debilidades de aquél. 

En Duro de matar, el héroe que encarna Bruce Willis es agresivo e indomable; se burla del malo y demuestra que lo supera en ingenio y valentía; el temor huye de él y se apodera del antihéroe que representa el mal. Toda la epopeya se teje en torno a un personaje que por sus cualidades remite a un Ulises (Odiseo) que desafía a los dioses en su afán de retornar a Ítaca. Es por esa imagen que recordamos este actor, y es la misma que se repite en cada película de acción que vemos. Aún en el film El color de la noche se muestra indomable. burlándose de las contrariedades de la vida. El personaje indomable arropa al actor y lo sustituye en el recuerdo del espectador, de modo que cuando este último mira al primero inmediatamente es remitido al personaje que admira.

Shyamalan rompe con esta tradición. Destruye al héroe que recordamos y nos vende uno temeroso, que se muestra impotente ante los enigmas de la vida. En Sexto Sentido, destruye en Bruce Willis al personaje del psiquiatra de  El color de la noche; lo convierte en un ser despistado y acorralado, un tipo que se encuentra viciado por el sentido de culpabilidad. En El protegido, el personaje fortísimo y brabucón de Duro de matar, es sustituido por uno amordazado, que no habla, que sólo sabe que tiene que ir a trabajar. Es inmune al dolor, pero no lo sabe; otro lo determina, el villano (Samuel Jackson), sabe quién es y cuáles son sus “virtudes y debilidades”. En lo demás, todo se reduce a la concepción de un personaje que está resignado a cumplir con su “ciclo de vida”, no tiene motivación ni sentido de orientación, carece de proyectos futuros.

Otro actor que cae en la destrucción del personaje de acción es Mark Wahlberg,  muy conocido por personajes de acción, cuyos papeles resaltan la de una especie de top model cinematográfico (nueva concepción del héroe de cine hollywoodense, una fusión de lo sensual con lo bélico). En El fin de los tiempos, Shyamalan borra del imaginario del espectador este tipo de personaje que confina a la inercia, no sabe qué hacer y se sumerge en su mundo sueños. El Wahlberg agresivo que conocemos se disipa ante la aparición del nuevo personaje shyamalaniano: un profesor de ciencias cuyo plan de vida se reduce a horas de docencia, su matrimonio es un fiasco gracias a que está casado con una mujer que ama a otro hombre. El héroe exhibicionista es destruido para crear uno que se pierde entre la formalidad, la docencia y la familia. Estamos hablando simplemente de un sujeto colectivo.

En cualquiera de sus películas, N. Shyamalan la emprende contra el héroe hollywoodense. El suyo es más humano, con debilidades y con carencia de posibilidades para manejar ciertas variables que alteran su existencia. Ese escenario de caos necesario para que el héroe emerja como mesías es desestimado para dar paso a uno en el que el individualismo sucumbe a la colectividad: el héroe ya no importa, ahora el equilibrio del mundo descansa en la humanidad.

Podemos decir que la poética que encierra el cine de Shyamalan busca eliminar el individualismo que encierra el héroe hollywoodense para retornar al sentido de colectividad; en sus filmes se proclama una vuelta al compañerismo y a los valores que se fundamentan en la convivencia con los demás, tal como sucede en La reunión del diablo,  un film en el que la salvación del héroe sólo fue posible cuando admitió ser culpable de un accidente en el que muere una familia.

Si bien es cierto que se vale de actores taquilleros para vender una buena historia, también es cierto que destruye en estos la imagen del personaje invencible e invulnerable, creando protagonistas que dependen de la colectividad. La historia no gira en torno a un personaje en específico, sino a un hecho. El héroe es parte de un engranaje, de una gran máquina: el suceso. Es por eso que el happy ending no es posible en sus películas que, por cierto, siempre terminan como una historia inconclusa, dejando la sensación de que algo a de suceder. Mientras tanto, el héroe queda reducido a la condición de “referencia histórica”.

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