SE COMIENZA POR EL FINAL

Humberto R. Méndez B.
Humberto R. Méndez B.

Dios, el Eterno Padre en su infinita sabiduría, y a pesar de que en la revelación de su Palabra, en la encarnación de su unigénito Hijo y el texto de la naturaleza ha dado pruebas indubitable de su existencia, en el cerebro del hombre ha dejado una hendidura pequeña como el ojo de una aguja, pero elástica, para que por ella pasen las dudas tan grandes como un camello y con la cabeza del tamaño de un animal de cuernos.
La duda, esa pequeña semilla de mostaza que suspende la voluntad, y que en un tiempo determinado permite que el conocimiento, la manzana del Paraíso bíblico, el motor generador de las facultades del hombre y levadura de su soberbia, la cual lo parangona con Lucifer, lo guía de las manos por el camino del saber y despeñadero de su propia perdición. Fue esa duda, que observada en forma sistemática condujo a Descartes a sentar los fundamentos de la filosofía moderna. De lo único que la duda no ha de dudar es de la duda, ya que ella es la esencia de su ser, de su existir, porque todo el que duda existe; tu puedes dudar de lo aprendido, de lo que conoces, pero no puedes dudar de la duda. Ella es la espuela, el acicate, el aguijón que acelera el proceso evolutivo del pensamiento humano en la persecución de la búsqueda de la verdad.
Si tomamos como palabras sinónimas conocer y aprehender, entendiendo que se aprehende cuando el sujeto prende al objeto y se apropia del mismo, no es menos cierto que el saber se desaprende la altivez, y que esta conduce al engrandecimiento y que este es la causa de nuestra caída; pero a pesar todo, es Dios que ha puesto en nosotros ese deseo de saber, de conocer, para que en nuestra caída entendamos que hay una mano que nos levanta del abatimiento cuando nos encontramos en el polvo.
De todas las ciencias humanas, la filosofía es mi favorita, pues ella me permite hablar con soltura y facilidad de cosas que no entiendo ni conozco, pero que delante de los ignorantes paso como un sabio, ya que ellos no comprenden de lo que hablo, y ellos me alaban, y esa alabanza me hace sentir feliz, dichoso, bienaventurado; pero eso no me enorgullece, ya que yo no soy el único que se entrega a este estudio y al conocimiento de esta ciencia inútil, encargada de resolver cuestiones sin importancia, que al final de cuenta no es más que una pérdida de tiempo, ya que las polémicas bizantinas no tienen fin, a menos que no concluyan con las pérdidas de los amigos.

Aquellas disquisiciones metafísicas de ¿Qué es la vida? ¿De dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?, ¿hay vida más allá de la muerte?, ¿Cuál fue primero del huevo o la gallina?, esa y otras lindezas han atormentado el cerebro de ociosos y vagos desde que el hombre salió de la mano de su Creador según uno, o desde que nuestros ancestros descendieron de los árboles, según otros. A pesar de todo, la pregunta que más a contribuida a exasperar los ánimos, quitar el sueño y compartir copas de vino, jarras de cerveza, vasos de ron o quizás, o sin el quizás, todo lo ante dicho, acompañado de un pernil de cordero, una chuleta de cerdo, costillas de ternera, ha sido: ¿Cuál es el origen de todas las cosas?
En la Atenas democrática que engrandeció Pericles, defendió, la misma Atenas que fue deslumbrada por Friné, la que escuchó a Demóstenes, que embellecida por Fidias, la que lloró con Eurípides, rió con Aristófanes, aplaudió a Sófocles y aclamó a Esquilo; fue la Atenas a que Sócrates asoló como un tábano, en la que Platón dialogó y Aristóteles se paseó la Atenas que se regía con las leyes de Solón; esa fue la ciudad que conoció las más altas elucubraciones sobre el primer principio de todas las cosas.
Lo que voy a narrar ocurrió en una fonda, en la avenida de Los Plátanos, no el plátano musa paradisíaca, del cual se hace el sabroso mofongo, el suculento mangú, ¡no!, sino el musa acuminata, que lo que produce es una deliciosa sombra muy buena para reflexionar desde de una buena hartura.
-Para conocer el principio de todas las cosas, primero a de conocerse uno mismo, ya que el que no se conoce a sí no puede conocer nada. Dios es la mente que todo lo fecunda y de la cual todo procede; conócete a ti mismo y conocerás a Dios. Dios que es el agua, principio de los principios y de la cual todo procede. Sin agua no hay vida, ya que el agua es la vida de todas las cosas existentes.
Quien así hablaba era Thales, el de Mileto, y diciendo esto, tomaba un ánfora para servirse agua en un pozuelo de cerámica y beberla con placer voluptuoso.
-No mi acuático hermano, el aire es el principio de todo lo que se ve y de lo que no se ve, todo cuanto existe, existió o podrá existir. El aire todo lo fecunda, es él quien fecunda al fuego, y en el aire todo se dilata y se condensa. Todo cuanto existe, sea piedra, metal o tierra, es la condensación del aire, hasta tu agua. Cuando el aire se dilata nace el fuego, con el fuego viene el caos, con el caos el renacer. El principio que se debe buscar está en el aire.
Este era el discurso de Anaxímenes, el cual al hablar abría las ventanas de su nariz como los fuelles de una fragua.
-Vive del aire amigo mío- dijo Protágoras- y te veré seco como una cigarra. Ignoran tú y Thales que los números son el principio de todas las cosas. La Gran Mónada, creadora del número binario, que da paso al terciario, es el origen del conjunto de las unidades que forman y conforman el Universo. El Universo es armónico; si se presta atención se escucha la música de la esfera, que se agiganta en la gran sinfonía del mundo.
Dicho esto, Pitágoras se distrajo con su tabla de multiplicación.
-Abrase oído tales cosas. No me llamara Demócrito si la tierra no fuera el principio de todo. Escuchen todos: cuando los finos átomos se agitan, forman un torbellino y dan origen al Universo. El alma humana, que es de fuego, al pasar por el cuerpo deja en él su impronta, así como la cera recibe la marca del sello. Busquen en la profundo del pozo donde habita la razón, y cuando la traigan a la luz, verán que todo es tierra, y a que la tierra todo regresa.
-No. Para que no digan que soy hermético y oscuro, lo diré claro como el día y diáfano como el sol: el fuego es el principio de todas las cosas. El fuego todo lo cambia, todo lo transforma, todo lo destruye. Es el fuego que todo lo convierte en lo contrario, él es el caos de Anaxímenes. Si es cierto que nada sé, también es verdad que nada ignoro. Lo que digo es una verdad tan grande como un templo y reposa en el templo de Artemisa.
Dichas esas flamígeras palabras que les quemaban los labios, Heráclito guardó silencio.
-Pongamos de acuerdo, limemos asperezas, transijamos en aras de la armonía. Aire, agua, tierra, fuego; lo idéntico y lo contrario, el odio y el amor, la razón y la sinrazón, el apresurarse lentamente para poder escuchar la música de la esfera, teniendo los pies en la tierra. Seres de la creación con u lazo grande como el infinito y ardiente como el fuego que todo lo funde en una solo pieza, que es el Universo.
Empédocles estaba satisfecho de la síntesis creada en el laboratorio de su mente y que amalgamaba en un hermoso caleidospio.
-No olvides que el espíritu y la materia están presente en todo cuanto existe, y de ellos emana el principio del cosmos, pero sobre todo está la Mente Infinita, el Pensamiento ordenador del Caos.- fue la conclusión de Anaxágoras.
-Que breve es Anaxágoras cuando conjuga el espíritu y la materia, semejante a la música de la esfera de Pitágoras, armonía que resume en Empédocles, con el agua de Thales, el fuego de Heráclito, la tierra de Demócrito y el aire de Anaxímenes. Yo no soy filósofo como ustedes, ya que no he tenido maestro que me instruyan en sus escuelas, pero tampoco soy una Furia como Menedemos. Yo afirmo mi ignorancia; no conozco ningún principio, pero declaro el final: La muerte, sí, la muerte es el final de todas las cosas; pero antes de que llegue la muerte debemos huir del dolor, correr tras el placer, recordando que el placer se debe gozar con moderación para que se prolongue por más tiempo, tanto en cantidad con en valor. La felicidad está en el vientre, el cual se inicia en la boca y concluye en la letrina.
Quien esto dijo era Epicuro, un bohemio sibarita de vientre abultado y ojos saltones. Al oír sus razonamientos, los demás contertulios de la peña de la fonda estuvieron de acuerdo, en que las próximas reflexiones tendrían lugar en un simposio y bajo la advocación de Baco.

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