Entre la lógica y la poesía hay una complicidad maliciosa, perturbadora por naturaleza. Ambas unen de manera oculta, tanto al lector como al propio escritor, la agudeza de la inteligencia de la una, a la lúdica y pícara sagacidad deconstructiva de la otra. Su finalidad es, en consonancia con esta complicidad, de una doblez aparente: ambas pretenden ocultar, nublar el ojo del lector, cuando lo que en verdad buscan, ambas en mutuo esfuerzo, es afilar el entendimiento, decantar la verdad, previamente existente en las cosas y remodelada en la experiencia, y reconstruirla, recrearla, en nueva estetizante Verdad, mediante la explotación de esa orografía de inagotables recursos que es el lenguaje. Esta complicidad nos asecha en la poesía regia, sólida, “Las Pausas del Silencio “de Juan Rosario.
A primera lectura, la poesía de Juan Rosario asombra, golpea con una fuerza léxica contrariante. Metáforas metálicas, petárdicas palabras, explosivas y perturbadoras a primera escucha, como el choque de filos de esos duelos a espadas medievales, como el repicar de los yunques sobre los metales en los antiguos talleres, nos parecen al principio, no mas que pirotecnia poética en la noche oscura y primigenia de una mente virgen. Nos parece que asistimos, espectadores accidentales, a la erupción repentina de un volcán metafórico, milenariamente dormido. El ruido parece ocultar el sentido, la abundancia de rocas (las palabras, la figuras) parece disgregar, hasta difuminarlo, el arroyo (el sentido.) Una relectura no nos dirá del todo lo contrario, pero nos mostrará, en cierto modo justificativo, lo complementario y lo alternativo de esta su combinatoria lexical, de la estructuración de sus versos, incluso, valorizará, contrario a lo que sucede corrientemente en poesía —en donde los recursos estilísticos, las figuras, valorizan la temática, la idea del poema— la presencia de esas ‘incongruencias’, el uso de los regios vocablos, las violentas combinaciones, las bizarras figuras. El justificatio, tan subrepticio como pueda ser, es el tema. Y el tema no es otro que el dolor, ¿o deberíamos decir, transmutando y reduciendo, las letras que es el amor?
El vocablo amor es, a primera instancia, una cascada de positividad, de fuerza e ímpetu, tales que las posibles consecuencias negativas que podría generar no sólo son inexistentes a primera instancia, sino que incluso las justifica. Así, el amor justifica el dolor del poeta. Uno y otro son de por sí engendro mutuo, tal y como las imágenes sucesivas y sólidas, y las yuxtaposiciones un tanto violentas de palabras y versos justifican la puesta en escena del poema. El dolor está presente en estos poemas de amor (también podría decirse que son poemas de amor en los que está presente siempre el dolor) como el pasado el presente y el futuro lo están en esa corriente caudal e imperceptible que es el tiempo. Y es que estos poemas son una cronología del dolor, una biografía del abandono de la ausencia de quien se ama y sus traumáticas consecuencias; Trauma que no solo destroza el corazón, sino que perturba la razón a tal punto que empaña la esperanza y nos hace, junto al poeta, incluso dudar de nuestra capacidad para el autoengaño, para la autoconsolación ante la partida de la persona amada. Partida que el medio de la cotidianidad nos deja envueltos en “Nebulosas”. La visión se torna en aparición, en triquiñuela de la razón, en complicidad del juicio con el deseo, como lo demuestran los versos de “nebulosas”.
“La vi…
Enteramente vestida de ayer
…triturando palabras al viento frontal
con el dolor henchido en su pecho marchito
Prisionera del tiempo en quejido secreto.
Se volteo…
Eras tu…
…
Con la abierta esperanza de esperar los milagros
Sobre las tibias sabanas del alma sufrida
…
Alejóse sin vida por los sordos abrojos
Del camino sin rumbo en el que padecía
Se alejo,
No era ella,
O quizás tu…
O tal vez yo.”
(“Nebulosas”)
Deseo y razón, dolor y añoranza, conspiran, en el socavamiento de la seguridad del juicio, de la exactitud de la percepción, de la efectiva funcionalidad de los sentidos, de modo que el poeta no sabe si la visión coincidencial de la amada en la calle fue real o fruto pícaro de su imaginación. Más aún, parece proyectar le su propio dolor, su propia añoranza, a la amada. De acuerdo con esto, es la amada la que parece sentir nostalgia y esperanza de ver al amado abandonado o traicionado como lo sugiere su “pecho marchito” henchido de dolor, un dolor que la hace prisionera eterna de los malos recuerdos, por un sentimiento de culpa que le es ya tan propio como la sangre en sus venas. Y es quizás este sentimiento de culpa de sempiterna presencia el que la lleva a alejarse “sin vida por los sordos abrojos /del camino sin rumbo en el que padecía.” Pero, ¿es este dolor realmente suyo? ¿O del poeta que, sufriente, desvaría, se contraría? La duda impera; el dolor reina. Reina en el alma del poeta; reina en cada poema; reina en cada verso, en cada acento y tono. El dolor es la voz presente en cada pensamiento. Se hace presente en cada vocablo. Como océano cubierto por las manchas de petróleo del dolor, el campo lexical está teñido de colores oscuros, lúgubres, imperio de lo terrible. Un ejemplo de ello es el poema “Ahí Estoy Yo”. En este poema todo apunta hacia la ruptura, hacia la destrucción, hacia el sufrimiento. La vida, revelada en el gesto, pasa a un estado de pasividad, de inmovilidad. Aun en el caso de la creatividad artística, de la cual el propio poeta se nos muestra en plena faena escritural, creativa, con cierto aliento metapoético, como encarnado ejemplo. En los primeros versos atestiguamos el doble plano del dolor: por un lado, el dolor devenido de la ardua tarea del intelecto en el parto poético:
“Donde se produce el verbo, se esfuma
el desencanto,
se distrae la metáfora, enjugando en
cada dolor la espiga remozada
detrás de unos esfuerzos…
Ahí estoy yo.”
La imagen muestra al poeta en plena faena composicional. Faena dolorosa y placentera como el parto de una feliz madre. De ahí en adelante, y por otro lado, el dolor padeciente, el dolor padecido en el doble plano físico y emocional, se destila a través del poema tornándose en telón de fondo para la triste imagen del poeta, hombre-amante, poniendo en escena su monólogo de ausencia. Lo vemos, y nos sentimos con él, abandonado por todos, en exilio, acompañado en su dolor sólo por el fantasma del compasivo licor. Aún el afán creativo, que en los primeros versos sugiere el placentero y anestesiante poder de la creación literaria, se torna en lo sucesivo, en anémico intento de inmovilizar la vida. Contrario al poder generador de significados que yace en toda obra de arte, sus ensayos de arte (“moldeó”, “esculpir”) estatizan, congelan, tanto la vida y el amor (“tu figura”) como la felicidad (“sonrisas”.) Lo nefasto ejecuta su paso de lo virtual a lo cenestésico.
El torrente de palabras de carga conceptual negativa corre como río desbordado por todos los poemas. Se nombra el dolor por su nombre, se le alude con imágenes, se le perfila con el tono, se le vierte como líquido de un poema a otro, como alma se le transmuta, en incansable travesía reencarnante, de un cuerpo a otro. De lectura en lectura se renueva. De sinónimo a sinónimo se transporta, reafirmándose, su esencia. Pero ¿y sus causas? No la busquemos el cliché romántico del clásico desprecio de la amada, de la mujer que, con la arrogante prerrogativa de la belleza, aunque muerta de amor por el jovenzuelo, le niega el corazón (y el deleitoso fruto de su cuerpo), sino el más mortal y venenoso de los venenos, el pecado más pecaminoso aún que el bíblico pecado original: La infidelidad.
Espinoso tema éste. Doloroso también. Altamente destructivo. No de manera física, sino psicológica, emocional, identitaria. La víctima de una infidelidad no sólo sufre emocionalmente, no sólo queda su mente invadida por el virus de los celos y la desconfianza patológicas, sino que queda eliminado como ser. y no nos referimos a la descalificadora, desacreditadora actitud del mundo alrededor, que lacerando más el orgullo ya lacerado por la traición del amante-víctima, le estigmatiza, sino a la más demoledora cuanto más íntima: la de la amada-traidora, esencializada en la acción infiel: el engaño no sólo le dice que a quien el ama ya no le ama, sino que le ha descalificado como ser al suplantarlo, mediante la traición a una confianza mutua (comprometida como por un pacto de caballeros), por otro que le es desconocido; de otro contra el que, para bien o para mal, no puede competir, en igualdad de condiciones, comparando cualidades. Compite, se le obliga a competir, con un fantasma, con la hiriente ‘Nada-que-puede-ser-y-esta-presente-en-su-ausencia’. Su ser-todo-para-ella queda convertido en ya-no-eres-nada-para-mí. La amada actúa, con alevosía troyana, como un virus de computadora: se interna en tu sistema (tu vida íntima, tu ser-sentir) se alía a tus anticuerpos (el secreto rival) y juntos minan tu defensa y te aniquilan. Se completa así la teatral celada: todos saben de la trampa menos el sacrificado. ¿Vive después de eso el alma de quien ha sido como Jesús sacrificado? No. La “mortal traición” (Cítaras De Nacimiento) le deja lejos de sí en sí, trascordando (más que recordando) con el alma, buceando con su espíritu y su poesía “entre las penumbras de mis cicatrices” (“Sí”), idealizando el regreso de la amada (quizás arrepentida) como el legendario regreso del hijo de bíblico Juan al hogar de su padre, como cuando, en líneas subsiguientes, declara:
“vi volar tu voz
Estremeciendo cielos
Cantar las nubes tristes migajas de consuelos,
……oigo
Los riachuelos que cuelgan
Tus mejillas anunciando deseos
…
De miel tus lagos dulces
En que duermen tus
celos
Tiritando el secreto
Que amanece en
mis hombros
Hablándole a mi amor.”
El poema no termina; queda abierto como en absorción perpetua, como permanentemente congelado las aguas asombro, del ensimismamiento, del recuerdo. Y no puede ser de otra manera. Cuando la vida nos despoja del otrora objeto de nuestra felicidad. Nos queda, como consolación o castigo, el recurso final del que la poesía es servidora originaria: la memoria, el recuerdo. De ahí la abundante presencia de esta palabra, facultad humana imprescindible, en los poemas. Es más, todos los poemas se construyen sobre la base de la recreación, del recuerdo. Son continúa apelación y poetizada manifestación de esta (hermosa unas veces, dolorosa otras) facultad del individuo. A la memoria le han rendido tributo los más grandes poetas de las más habladas lenguas occidentales. En español, está el incomparable Borges, el inalcanzable, por la altura de su poesía, alturas misteriosas como las del Machu Pichu a las que en su “Canto General” glorificó, Pablo Neruda; en la lengua de Edmund Spencer, tenemos al lingüísticamente colosal Shakespeare. En el vernáculo español, toda una historia literaria que va desde nuestra independencia histórica hasta el presente mediato (Domingo Moreno Jiménez) e inmediato (José Mármol et al.) A ellos se une ahora esta voz poéticamente joven de Juan Rosario.
Sólo el recuerdo salva al poeta cuando “esta triste” tan triste que, destrozando “los huertos de su cruel destino…” (“El Poeta está Triste”) y “cargando las metáforas de sueños interiores” (Ibíd.), se queda absorto,
“En la escuálida esquina de su torpe mirada
Dibujando figuras de aquel líquido muerto
Que envuelve las almas en el trágico vuelo
Con el líquido Baco de los vinos del tiempo.” (Ibíd.)
Este recuerdo se verbaliza en el poema “Gotas de Dolor.” En él, la palabra se torna llave que abre el pasado tormentoso del momento post-ruptura de la relación amorosa a la conciencia presente. El poeta oye a la amada ‘decir’ un día (no sabemos qué, ¿el adiós, quizás?). El escenario: el cuarto oscuro. Dolor verbalizado (“quejidos imploran”) en ausencia de palabras. El diálogo es inexistente. Incomunicación. Imperio del silencio que desespera, que asfixia el alma, que estrangula de incertidumbre la razón, que empuja al poeta a expresar su necesidad de “escuchar/ de tu voz el susurro/ que besa tus cristales/ en sacro camposanto.” Pero, la amada es cementerio: el cuerpo del amor descansa muerto en ella: su alma, aun agonizante en el corazón de poeta “se va… por tus venas ya frías”, siente que “se va la vida misma / por tus rizos.”
Escape, disolución, ausencia, abandono, son todos sinónimos y generadores de dolor, pero más que todo es el vacío de un alma –un alma que es la justificación, la otra cara, de una esencia que, hipócrita, se “entrega” a quien la ama– el idóneo continente, la más descarnada encarnación, de ese dolor. Con una muy discreta ironía, se nos manifiesta esta identidad entre la amada, moderna ‘Belle dame sans merci’, y el dolor. Penosa identificación entre la palabra y la esencia, entre la causante de una historia de derrumbe interior (del poeta amante) que se prolonga —por el efecto del propio poema y su lectura –hasta el perpetuo presente, es la que se establece entre el título del poema, “Tú”, su referente, la amada, y sus aludidos actos, revelados a través de la lectura e interpretación del poema. La amada es un espejo, aparato fabuloso y fabulador, por cuanto nos devuelve, hipócrita por esencia, un “nosotros” plano y superficial. Regocijada y angelical, se muestra como imagen misma de la pureza y la virtud. Más que una mujer, esta alma femenina proclama con el discurso de su cuerpo, lo que esconde y desmiente su alma: “tu cuerpo angelical no ha tocado el pecado/ Me dicen tus ojazos. La virtud de tu huerto” sin embargo sólo es virtud para ella (virtud autofingida) y para el amado, el poeta, (virtud idealizada) que los ojos del mundo sapiente parecen conocer bien, puesto que “habla a voces tu vacío.” El mundo, como el tercer jugador, como se le podría llamar al espectador de las partidas de ajedrez, adivina las intenciones de los reales jugadores. Nosotros como lectores, terceros jugadores en la partida de la poesía, también adivinamos, por cuanto se nos revela sutilmente en la ironía, la verdadera “virtud de tu huerto.”
No queremos concluir (cosa que se nos hace un tanto difícil dada la riqueza –aun en sus limitaciones estructurales– metafórica de estos poemas de Juan Rosario) sin puntualizar una vez más la doble coordenada en que se enmarca la muestra poética que acabamos de abordar con la doble lente del alma y la razón. Por un lado, vemos el dolor como una línea cuyos extremos vienen determinados por la relación hombre-amante y mujer-amada, siendo entonces la línea que los une (y que ellos como puntos que, paradójicamente construyen mediante su alejamiento también mediante éste destruyen) el amor, la propia relación amorosa. Por el otro, se configura la relación dúplice de la lógica y la poesía que de manera cómplice aúnan esfuerzos para la construcción-deconstrucción, en el doble sentido escritural-lectoral (creación-interpretación), para proyectar la esencia del dolor amoroso.
Pero lo que además nos interesa puntualizar es la multiplicidad determinativa, funcional, de estos poemas. Leyéndolos, aproximándonos a ellos de manera individual, el dolor se nos revela como una superposición, como una composición holográfica de cuerpos diversos: de los agentes (amada-amante), las causas de éste (la indiferencia, el desamor, la infidelidad de la amada), y de las consecuencias, constituidas por el dolor mismo. Leyéndolos, leemos la historia, la biografía, del dolor: Al nivel de la razón, del intelecto, de la aproximación analítica, podríamos cualificar estos poemas, si de eso se tratase, de elegías: el despliegue de sufrimiento a través de las imágenes y recursos estilísticos, así como el pathos reinante nos lo imponen. Al nivel subliminal, subconsciente, residual, estos poemas nos parecen una paradójica apología del dolor. Nos parece como si el amor, filtrado por la nostalgia, desvirtuara, idealizándolas, la causa y efectos de nuestro mal. ¿Intuición masoquista? ¿Ceguera del corazón? ¿Patológica permisividad de la razón? ¿incondicionalidad del amor? ¿Inalterabilidad del amor que, como versa Shakespeare, “no muda cuando mutación encuentra”? He aquí la contradictoria esencia del amor. He aquí la historia personal del dolor. He aquí en estos versos de Juan Rosario, la encarnación del misterio del alma, vale decir, la enigmática y dolorosa revelación del amor a través de la poesía.