EL EGOÍSMO PSICOLÓGICO

Pero los tiempos de la caballería andante se
han ido. Los de los sofistas, los economistas y
los calculadores se han impuesto.
Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución
en Francia (1790)
5.1. ¿Es posible actuar desinteresadamente?
Raoul Wallenberg, un hombre de negocios sueco que pudo
haberse quedado tranquilo en su casa, pasó los últimos días
de la segunda Guerra Mundial en Budapest. Wallenberg se
había ofrecido a ir allí como parte de una misión diplomática
sueca después de que oyó informes acerca de la “solución
final al problema judío” de Hitler. Una vez allí, presionó
(con éxito) al gobierno húngaro para suspender las deportaciones
a los campos de concentración. Cuando el gobierno
húngaro fue remplazado por un régimen títere de los nazis
y se reanudaron las deportaciones, Wallenberg expidió “pases
protectores suecos” a miles de judíos, insistiendo en que
todos ellos tenían conexiones con Suecia y estaban bajo la
protección de su gobierno. Ayudó a muchos a encontrar lugares
donde esconderse. Cuando se hacían redadas, Wallenberg
se interponía entre ellos y los nazis, diciendo a éstos
que antes tendrían que matarlo a él. Al final de la guerra,
cuando todo era un caos y los otros diplomáticos huían,
Wallenberg se quedó. Se le atribuye la salvación de unas
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120 000 vidas. Cuando terminó la guerra, desapareció, y
por mucho tiempo nadie supo qué le había sucedido. Ahora
se cree que lo mataron, no los alemanes, sino las fuerzas
de ocupación soviéticas. La historia de Wallenberg es más
dramática que muchas otras, pero de ningún modo es única.
El gobierno israelí ha documentado 6 000 casos de gentiles
que protegieron a sus vecinos judíos durante el Holocausto,
y sin duda hay miles más.
La moral nos exige actuar desinteresadamente. ¿Cuán
desinteresadamente? Ésa es una pregunta difícil. (Las teorías
morales han sido criticadas tanto por pedir demasiado
como por pedir muy poco.) Quizá no se nos pide que seamos
tan heroicos como Raoul Wallenberg, pero aun así, se
espera que estemos atentos a las necesidades de otros por lo
menos en cierta medida.
Las personas de hecho se ayudan unas a otras, a veces
mucho, a veces poco. Se hacen favores. Construyen albergues
para la gente sin hogar. Trabajan como voluntarios en
hospitales. Donan órganos y sangre. Las madres se sacrifican
por sus hijos. Los bomberos arriesgan sus vidas para
rescatar personas. Las monjas dedican sus vidas a trabajar
entre los pobres. La lista podría seguir y seguir. Muchos donan
dinero para apoyar causas valiosas, cuando podrían
guardarlo para sí mismos. Peter Singer escribe:
Un día me llegó por correo el boletín informativo de la
Fundación Australiana para la Conservación, el grupo más
importante de Australia en la lucha por el conservacionismo.
Incluía un artículo escrito por el coordinador de la
fundación para recabar fondos, en el que informaba de un
viaje que había hecho para dar las gracias a un donador
que había enviado regularmente donativos de 1000 dólares
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o más. Cuando llegó a la dirección indicada, pensó que
algo debía estar mal; se hallaba frente a una casa muy
modesta en un suburbio de la ciudad. Pero no había error:
David Allsop, un empleado del departamento estatal de
obras públicas, dona 50% de sus ingresos para causas
ambientalistas.
Estas historias son notables, pero ¿debemos tomarlas al
pie de la letra? ¿Son estas personas realmente tan desinteresadas
como parecen? En este capítulo examinaremos algunos
argumentos que nos dicen que, de hecho, nadie es realmente
desinteresado. Esto puede parecer absurdo, considerando
los ejemplos que acabamos de enumerar. De todas maneras,
hay una teoría de la naturaleza humana, alguna vez muy
extendida entre filósofos, psicólogos y economistas, y que
todavía sostiene mucha gente común, según lo cual no somos
capaces de actuar desinteresadamente. Según esta teoría,
conocida como egoísmo psicológico, toda acción humana
está motivada por el interés propio. Podemos creer que
somos nobles y que nos sacrificamos, pero eso es sólo una
ilusión; en realidad, nos preocupamos sólo por nosotros
mismos.
¿Puede ser cierto el egoísmo psicológico? ¿Por qué lo ha
creído tanta gente, ante tantas pruebas en su contra?
5.2. La estrategia de reinterpretar motivos
Todos sabemos que la gente algunas veces parece actuar altruistamente;
pero quizás las explicaciones “altruistas” de la
conducta sean demasiado superficiales: puede parecer que
la gente es altruista, pero si miramos más a fondo, podre-
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mos encontrar algo distinto. Por lo general no es difícil descubrir
que la conducta “desinteresada” está en realidad conectada
con algún beneficio para quien que la realiza.
Según algunos de los amigos de Raoul Wallenberg, antes
de ir a Hungría, estaba deprimido y triste porque su vida
no parecía tener ningún sentido, así que emprendió hazañas
que lo hicieran una figura heroica. Su búsqueda de una
vida con más sentido fue un triunfo rotundo —aquí estamos,
más de medio siglo después de su muerte, hablando
de él—. Se menciona con frecuencia a la Madre Teresa, la
monja que dedicó su vida a trabajar entre los pobres de Calcuta,
como ejemplo perfecto de altruismo; pero, por supuesto,
la Madre Teresa creyó que sería recompensada con
generosidad en el cielo (de hecho, no tuvo que esperar tanto
por la recompensa: le dieron el Premio Nobel de la Paz
en 1979). En cuanto a David Allsop, que dona 50% de sus
ingresos para apoyar causas ambientalistas, Singer hace
notar que “David había trabajado previamente haciendo
campañas él mismo, y dijo que ahora encontraba gran satisfacción
en poder dar la ayuda financiera para que otros hicieran
campañas”.
Así, la conducta “altruista” está realmente conectada
con cosas tales como el deseo de llevar una vida más significativa,
el deseo de reconocimiento público, sentimientos de
satisfacción personal y la esperanza de una recompensa en
el cielo. En cualquier acto de aparente altruismo, podemos
encontrar una manera de comprender el altruismo y remplazarlo
por una explicación de motivos más centrados en
uno mismo. Esta técnica de reinterpretar motivos es perfectamente
general y puede repetirse una y otra vez.
Thomas Hobbes (1588-1679) creyó que el egoísmo psicológico
era probablemente cierto, pero no quedó satisfecho
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con un enfoque tan parcial. No es teóricamente elegante que
tratemos cada ejemplo por separado, preocupándonos primero
por Raoul Wallenberg, luego por la Madre Teresa, luego
por David Allsop y así sucesivamente. Si el egoísmo psicológico
es verdad, debemos poder dar una explicación más
general de los motivos humanos, que probara la teoría de una
vez por todas. Esto es lo que Hobbes trató de hacer. Su método
consistió en enumerar tipos generales de motivos, concentrándose
especialmente en los “altruistas”, y mostrando
cómo cada uno podía entenderse en términos egoístas. Una
vez completado este proyecto, habría eliminado sistemáticamente
al altruismo de nuestro entendimiento de la naturaleza
humana. He aquí dos ejemplos de Hobbes en acción.
1. La caridad. Éste es el motivo más general que le atribuimos
a la gente cuando pensamos que está actuando preocupada
por los demás. El Oxford English Dictionary dedica
casi cuatro columnas a “caridad”. La define de maneras muy
diversas como “Amor cristiano a nuestros semejantes”, y como
“Benevolencia hacia nuestros prójimos”. Pero si tal amor
al prójimo no existe en realidad, se debe interpretar la conducta
caritativa de un modo radicalmente distinto. En su
ensayo “Sobre la naturaleza humana”, Hobbes la describe
así: “Para un hombre no puede haber mejor argumento de
su propio poder que descubrirse capaz no sólo de realizar sus
propios deseos, sino también de ayudar a otros a alcanzar
los suyos: y es esto en lo que consiste la caridad”. De este modo,
la caridad es el deleite que encontramos en demostrar
nuestro propio poder. El hombre caritativo se demuestra a sí
mismo (y al mundo) que tiene más recursos que otros: no
sólo puede encargarse de sí mismo, sino que tiene de sobra
para otros que no son tan capaces como él. En otras palabras,
sólo está haciendo alarde de su propia superioridad.
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Por supuesto, Hobbes tenía conciencia de que el hombre
caritativo podía creer que no estaba haciendo esto, pero
no somos los mejores jueces de nuestras propias motivaciones.
Es natural que interpretemos nuestras acciones de una
manera que nos favorezca (que no es más que lo que el egoísta
psicológico esperaría), y es halagüeño pensar que somos
“desinteresados”. La descripción de Hobbes trata de dar la
explicación real de por qué actuamos como actuamos, y no
los halagos superficiales que naturalmente queremos creer.
2. La compasión. ¿Qué es compadecer a otras personas?
Podríamos pensar que es simpatizar con ellas, sentirnos desdichados
por sus infortunios, y actuando movidos por esta
simpatía, podemos tratar de ayudarlas. Hobbes cree que
hasta aquí todo va bien, pero no se llega muy lejos así. La
razón por la que nos afectan los infortunios de otras personas
es porque nos recuerdan que lo mismo podría pasarnos
a nosotros. “La compasión —dice— es la imaginación o la
ficción de una calamidad futura para nosotros, y que surge
de sentir las calamidades de otro hombre”.
Esta explicación de la compasión resulta ser más poderosa,
desde un punto de vista teórico, de lo que parece a
primera vista. Puede explicar muy claramente algunos hechos
peculiares acerca del fenómeno. Puede explicar, por
ejemplo, por qué sentimos más compasión cuando sufre
una persona buena que cuando sufre una persona mala. La
compasión, según la explicación de Hobbes, requiere un
sentido de identificación con la persona que está sufriendo:
te compadezco cuando me imagino a mí mismo en tu lugar.
Pero como cada uno de nosotros se considera a sí mismo
una buena persona, no nos identificamos con quienes
pensamos que son malos. Por tanto, no compadecemos a
los malvados como compadecemos a los buenos. Nuestros
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sentimientos de compasión varían directamente con la virtud
de la persona que sufre porque nuestro sentido de identificación
varía de la misma manera.
La estrategia de reinterpretar motivos es un método persuasivo
de razonamiento; ha hecho que muchos piensen
que el egoísmo psicológico puede ser verdad. Apela especialmente
a un cierto cinismo que hay en nosotros, una sospecha
de que la gente no es, ni con mucho, tan noble como
parece. Pero no es un método concluyente de razonamiento,
pues no puede probar que el egoísmo psicológico sea
cierto. Lo malo es que sólo muestra que es posible interpretar
motivos de manera egoísta, pero no hace nada para
mostrar que los motivos egoístas son más profundos o más
ciertos que las explicaciones altruistas que pretenden remplazar.
A lo sumo, la estrategia muestra que el egoísmo psicológico
es posible. Todavía necesitamos argumentos para
mostrar que es verdadero.
5.3. Dos argumentos en favor
del egoísmo psicológico
Con frecuencia se han propuesto dos argumentos generales
en favor del egoísmo psicológico. Son argumentos “generales”
en el sentido de que cada uno intenta establecer de un
solo golpe que todas las acciones, y no sólo alguna limitada
clase de acciones, son motivadas por el interés propio. Como
veremos, ninguno de los dos argumentos resiste un análisis
minucioso.
El argumento de que siempre hacemos lo que más queremos
hacer. Si describimos la acción de una persona como egoísta
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y la de otra persona como desinteresada, estamos pasando
por alto el hecho decisivo de que en ambos casos, suponiendo
que la acción se hizo voluntariamente, la persona está haciendo
simplemente aquello que más quiere hacer. Si Raoul
Wallenberg escogió ir a Budapest, y nadie lo estaba obligando,
eso sólo muestra que él quería ir allí más de lo que él
quería permanecer en Suecia, y ¿por qué debemos alabarlo
por su “desinterés”, si sólo estaba haciendo lo que más quería
hacer? Su acción fue dictada por sus propios deseos, su
propio sentido de lo que él más quería. De este modo, no
estaba actuando desinteresadamente. Y dado que exactamente
lo mismo puede decirse de cualquier acto supuestamente
altruista, podemos concluir que el egoísmo psicológico
debe ser verdadero.
Este argumento tiene dos faltas fundamentales. Primero,
depende de la idea de que la gente nunca hace nada voluntariamente
excepto aquello que quiere hacer. Pero esto
es claramente falso. Algunas veces hacemos cosas que no
queremos hacer, porque son un medio necesario para alcanzar
un fin que deseamos; por ejemplo, no queremos ir al
dentista, pero vamos de todos modos para evitar un dolor
de muelas. Este tipo de caso puede, sin embargo, parecer
congruente con el espíritu del argumento, porque se desean
los fines (tales como evitar un dolor de muelas).
Pero hay también cosas que hacemos no porque queramos,
ni incluso porque sean medios para un fin que queremos
alcanzar, sino porque sentimos que debemos hacerlas. Por
ejemplo, alguien puede hacer algo porque ha prometido
hacerlo, y por tanto se siente obligado, aunque no quiera
hacerlo. A veces se sugiere que en tales casos hacemos la
acción porque, después de todo, queremos cumplir nuestras
promesas. Sin embargo, eso no es verdad. Si he prome-
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tido hacer algo pero no quiero hacerlo, entonces simplemente
es falso decir que quiero cumplir mi promesa. En tales
casos sentimos un conflicto precisamente porque no
queremos hacer lo que nos sentimos obligados a hacer.
Si nuestros deseos y nuestro sentido de obligación estuvieran
siempre en armonía, éste sería un mundo feliz. Por
desgracia, no gozamos de tan buena fortuna. Es una experiencia
bastante común que nos veamos empujados en distintas
direcciones por el deseo y la obligación. Por lo que
sabemos, Wallenberg puede haber sido así: tal vez quería
quedarse en Suecia, pero sintió que tenía que ir a Budapest.
En todo caso, del hecho de que haya decidido ir no se sigue
que quería ir.
El argumento tiene también un segundo defecto. Supongamos
que concediéramos, por argumentar, que siempre
actuamos siguiendo nuestros deseos más fuertes. Aun
concediendo esto, de ello no se seguiría que Wallenberg actuó
egoístamente o por interés propio, puesto que si él quería
ayudar a otras personas, incluso con gran riesgo para él
mismo, eso es precisamente lo que lo hace no ser egoísta.
¿Qué otra cosa podría ser el altruismo si no querer ayudar a
otros, incluso a un costo para uno mismo? Otra forma de
plantear este argumento es decir que el objeto de un deseo
determina si se es o no se es egoísta. El solo hecho de que
actúes siguiendo tus propios deseos no significa que estés
actuando egoístamente, sino que depende de qué es lo que
deseas. Si te preocupas sólo por tu propio bienestar y no
piensas en otros, entonces eres egoísta; pero si también
quieres que otros sean felices y actúas siguiendo ese deseo,
entonces no eres egoísta.
Por tanto, este argumento está mal en casi todas las formas
en que un argumento puede estar mal: las premisas no
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son verdaderas, y aun si lo fueran, la conclusión no se seguiría
de ellas.
El argumento de que hacemos lo que nos hace sentir bien. El
segundo argumento general en favor del egoísmo psicológico
apela al hecho de que las llamadas acciones desinteresadas
producen un sentido de satisfacción en quien las hace.
Actuar “desinteresadamente” hace que la gente se sienta satisfecha
de sí misma, y ése es el punto real.
Según un periódico del siglo xix, este argumento fue
propuesto una vez por Abraham Lincoln. El periódico Monitor,
de Springfield, Illinois, informó:
Lincoln una vez comentó a un pasajero que viajaba con él
en una antigua carroza que todos los hombres eran movidos
por el egoísmo al hacer el bien. Su compañero de viaje
impugnó esta posición cuando pasaron por un puente de
madera que cruzaba una ciénaga. Mientras cruzaban el
puente, vieron una cerda en la orilla, haciendo un ruido
terrible porque sus cerditos se habían ido a la ciénaga y estaban
en peligro de ahogarse. Cuando la vieja carroza empezó
a subir la colina, Lincoln gritó: “Cochero, ¿puede usted
parar sólo un momento?” Entonces Lincoln se bajó,
corrió y sacó a los cerditos del lodo y del agua y los dejó en
la orilla. Al regresar, su compañero de viaje observó: “Ahora
dime, Abe, ¿dónde entra el egoísmo en este pequeño
episodio?” “¡Válgame Dios, Ed! Ésa fue la esencia misma
del egoísmo. No hubiera yo tenido la conciencia tranquila
en todo el día si hubiera seguido, dejando que esa cerda sufriera
por sus cerditos. Lo hice para tener la conciencia
tranquila, ¿no lo ves?”
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Lincoln fue un gran hombre, pero, por lo menos en esta
ocasión, no fue un muy buen filósofo. Su argumento es
vulnerable al mismo tipo de objeciones que el argumento
anterior. ¿Por qué deberíamos pensar, solamente porque
alguien obtiene una satisfacción al ayudar a otros, que esto
lo hace egoísta? ¿No es precisamente la persona desinteresada
aquella que deriva satisfacción de ayudar a otros, mientras
que la persona egoísta no? Si Lincoln “quedó con la
conciencia tranquila” tras rescatar a los cerditos, ¿muestra
esto que era egoísta o, por el contrario, lo muestra como
compasivo y de buen corazón? (Si una persona fuera verdaderamente
egoísta, ¿por qué debería molestarle que otros
sufrieran, y mucho menos los cerdos?) De modo similar, no
es más que un sofisma decir que, porque alguien encuentra
satisfacción al ayudar a otros, es egoísta. Si lo decimos rápidamente,
pensando en otra cosa, tal vez suene bien, pero si
lo decimos lentamente y ponemos atención en lo que estamos
diciendo, suena simplemente ridículo.
Además, supóngase que preguntamos por qué debería
alguien obtener satisfacción de ayudar a otros. ¿Por qué
debe hacerte sentir bien aportar dinero para un albergue de
gente sin hogar, cuando en cambio podrías estarlo gastando
en ti mismo? La respuesta debe ser, por lo menos en parte,
que eres la clase de persona a la que le importa lo que les sucede
a otros. Si no te importara lo que les sucede, entonces dar
dinero parecería una pérdida y no una fuente de satisfacción.
Te sentirías más como un tonto que como un santo.
Aquí hay una lección general que aprender, relacionada
con la naturaleza del deseo y de sus objetos. Deseamos todo
tipo de cosas —dinero, un coche nuevo, jugar al ajedrez,
casarnos, etc.— y porque deseamos esas cosas, podemos obtener
satisfacción al conseguirlas. Pero el objeto de nuestro
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deseo no es la satisfacción: eso no es lo que buscamos. Lo
que buscamos es simplemente el dinero, el coche, el ajedrez
o el matrimonio. Sucede lo mismo al ayudar a otros. Debemos
primero querer ayudarlos, antes de que podamos obtener
de ello alguna satisfacción. La grata satisfacción es un
producto derivado, no es lo que estamos buscando. De este
modo, sentir esa satisfacción no es una marca de egoísmo.
5.4. Aclaremos algunas confusiones
Uno de los motivos teóricos más poderosos es un deseo de
simplicidad. Cuando empezamos a explicar algo, quisiéramos
encontrar la explicación más sencilla posible. Esto es
indudablemente cierto en las ciencias: cuanto más simple
sea una teoría científica, más atractiva será. Consideremos
fenómenos tan diversos como el movimiento de los planetas,
las mareas y la manera en que los objetos caen cuando
se les suelta desde una altura. Éstos parecen ser muy diferentes
al principio, y diríase que son necesarios varios principios
diferentes para explicarlos. ¿Quién sospecharía que
todos pueden explicarse con un único y simple principio?
Sin embargo, eso es lo que hace la teoría de la gravedad. La
capacidad de la teoría para reunir diversos fenómenos bajo
un solo principio explicativo es una de sus mayores virtudes.
Pone orden en un caos.
De igual manera, cuando pensamos en la conducta humana,
quisiéramos encontrar un principio que lo explicara
todo. Buscamos una sola fórmula simple, y si encontramos
una, ésta unirá los diversos fenómenos de la conducta humana,
del modo en que las fórmulas sencillas de la física
reúnen fenómenos aparentemente distintos. Como es obvio
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que la preocupación por uno mismo es un factor de abrumadora
importancia en la motivación, resulta natural preguntarse
si toda motivación no podrá explicarse en esos
términos. Y así es como se asienta la idea del egoísmo psicológico.
Pero la idea fundamental que impulsa el egoísmo psicológico
no puede ni siquiera expresarse sin caer en confusiones;
pero una vez aclaradas esas confusiones, la teoría ya no
parece aceptable.
Primero, la gente tiende a confundir egoísmo con interés
propio. Si reflexionamos, estos dos conceptos claramente no
son lo mismo. Si voy a ver a un médico cuando me siento
mal, estoy actuando en mi interés propio, y nadie pensaría
en llamarme “egoísta” por esto. De modo similar, cepillarme
los dientes, trabajar arduamente en mi empleo y obedecer
la ley va en mi propio interés, pero ninguno de estos hechos
es ejemplo de conducta egoísta. La conducta egoísta es
la conducta que pasa por alto los intereses de los demás en
circunstancias en las que sus intereses no debían desdeñarse.
Así, tomar una comida normal en circunstancias normales
no es egoísta (a pesar de que definitivamente va en el
interés propio); pero serías egoísta si acapararas alimentos
mientras otros se están muriendo de hambre.
Una segunda confusión se da entre la conducta por interés
propio y la búsqueda del placer. Hacemos muchas
cosas porque nos gustan, pero eso no significa que estemos
actuando por interés propio. El hombre que continúa fumando
aun después de conocer la conexión entre el cigarrillo
y el cáncer seguramente no está actuando en su propio
interés, ni siquiera según su propio criterio —el interés propio
dictaría que dejara de fumar—, y tampoco está actuando
de modo altruista. Sin duda, está fumando por placer,
120 EL EGOÍSMO PSICOLÓGICO
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pero esto sólo muestra que la búsqueda indisciplinada del
placer y actuar por interés propio son cosas distintas. Reflexionando
acerca de esto, Joseph Butler, el crítico más importante
del egoísmo en el siglo xviii, observó: “Lo que hay
que lamentar no es que los hombres se preocupen mucho
por su propio bien o interés en el mundo actual, sino que
no se preocupen lo suficiente”.
Tomados en conjunto, los dos últimos párrafos nos
muestran que a) es falso que todas las acciones sean egoístas,
y b) es falso que todas las acciones se hagan por interés
propio. Cuando nos cepillamos los dientes, por lo menos
en circunstancias normales, no estamos actuando egoístamente;
por tanto, no todas las acciones son egoístas. Y cuando
fumamos, no estamos actuando por interés propio; por
tanto, no todas las acciones se hacen por interés propio.
Vale la pena hacer notar que estos dos puntos no dependen
de ejemplos de altruismo; incluso si no hubiera algo como
conducta altruista, el egoísmo psicológico de todos modos
sería falso.
Una tercera confusión es la suposición, que aunque es
común es falsa, de que una preocupación por el bienestar
propio es incompatible con toda preocupación genuina por
los demás. Como es obvio que todos (o casi todos) desean
su propio bienestar, podría creerse que nadie puede preocuparse
realmente por el bienestar de otros. Pero ésta es una
falsa dicotomía. No hay ninguna incongruencia en desear
que cada quien, incluido uno mismo y otros, sean felices.
Ciertamente, a veces nuestros intereses pueden entrar en
conflicto con los intereses de otros, y podríamos entonces
tener que tomar decisiones difíciles. Pero incluso en estos
casos a veces optamos por los intereses de otros, especialmente
cuando los otros son nuestros amigos y nuestra fami-
EL EGOÍSMO PSICOLÓGICO 121
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lia. Más importante, sin embargo, es que la vida no siempre
es así. A veces podemos ayudar a otros con poco o ningún
costo para nosotros. En esas circunstancias, ni siquiera la
más grande preocupación por uno mismo nos impedirá actuar
generosamente.
Una vez aclaradas estas confusiones, parece haber poca
razón para pensar que el egoísmo psicológico es una teoría
aceptable. Por el contrario, parece ser decididamente
inaceptable. Si observamos la conducta de la gente con un
criterio amplio, veremos que mucha es motivada por el interés
propio, pero dista mucho de ser toda. En realidad, podría
haber una fórmula sencilla, aún no descubierta, que
explicara toda la conducta humana, pero ésta no es el egoísmo
psicológico.
5.5. El error más profundo del egoísmo psicológico
El análisis anterior puede parecer despiadadamente negativo.
Si el egoísmo psicológico es tan obviamente confuso y si no
hay argumentos aceptables a su favor, podría preguntar el
lector, ¿por qué tantas personas inteligentes se han sentido
atraídas por él? Es una buena pregunta. Parte de la respuesta
es el impulso casi irresistible hacia la simplicidad teórica.
Otra parte es la atracción de lo que parece ser una actitud
realista y deflacionaria hacia las pretensiones humanas. Pero
hay una razón más profunda: mucha gente ha aceptado el
egoísmo psicológico porque le parece irrefutable, y en cierto
sentido tiene razón. Aunque en otro sentido, la inmunidad
de la teoría a toda refutación es su defecto más profundo.
Para explicarme, permítaseme contar una historia (verdadera)
que podría parecer apartada de nuestro tema. Hace
122 EL EGOÍSMO PSICOLÓGICO
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algunos años, un grupo de investigadores al mando del doctor
David Rosenham, profesor de psicología y derecho de la
Universidad de Stanford, fueron admitidos como pacientes
en varios hospitales psiquiátricos. El personal de los hospitales
no sabía que hubiera nada especial en ellos; creyeron
que los investigadores eran pacientes comunes. Los investigadores
querían ver cómo los tratarían.
Los investigadores eran perfectamente normales (lo que
quiera que eso signifique), pero su simple presencia en los
hospitales hizo suponer que padecían trastornos mentales.
Aunque se comportaron normalmente —no hicieron nada
para fingirse enfermos— pronto descubrieron que todo lo
que hacían era interpretado como señal del trastorno mental
que se había anotado en sus hojas de admisión. Cuando
se descubrió que algunos de ellos tomaban notas, se hacían
entradas en sus registros tales como “el paciente se enfrasca
en una conducta escritora”. Durante una entrevista, un “paciente”
confesó que aunque de niño había estado muy cercano
a su madre, al crecer se encariñó más con su padre: un
giro normal. Pero esto fue interpretado como prueba de “relaciones
inestables en la niñez”. Hasta sus protestas de que
eran normales fueron tomadas en contra de ellos. Uno de
los pacientes verdaderos los previno: “Nunca le digan al doctor
que están bien. No les creerá. Eso se llama una ‘fuga hacia
la salud’. Díganle que todavía están enfermos, pero que
se están sintiendo mucho mejor. Eso se llama perspicacia”.
Ninguno de los miembros del personal del hospital descubrió
el engaño. En cambio, a los pacientes reales les pareció
transparente. Uno de ellos dijo a un investigador: “Tú no estás
loco. Estás haciendo una revisión del hospital”. Y así era.
¿Por qué los médicos no se dieron cuenta? El experimento
reveló algo acerca de la fuerza de una suposición
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controladora: una vez aceptada una hipótesis, todo se puede
interpretar en su apoyo. Una vez que la suposición controladora
fue que los falsos pacientes tenían trastornos mentales,
no importaba cómo se comportaran; cualquier cosa que
hicieran sería interpretada para adaptarla a la suposición.
Pero el “éxito” de esta técnica no probó que la hipótesis fuese
verdadera. En todo caso, fue señal de que algo estaba
equivocado.
La hipótesis de que los falsos pacientes tenían perturbaciones
mentales era errónea porque no se podía poner a
prueba. Si una hipótesis pretende decir algo objetivo acerca
del mundo, entonces debe haber algunas condiciones imaginables
que puedan verificarla, y algunas que concebiblemente
puedan refutarla. De otro modo, no significa nada.
Si, por ejemplo, la hipótesis es que todos los cisnes son
blancos, podemos mirar cisnes para ver si alguno es verde,
azul o de algún otro color. Y aunque no encontráramos
ningún cisne verde o azul, sabemos cómo sería encontrar
alguno. Nuestra conclusión debe apoyarse en los resultados
de estas observaciones. (De hecho, hay algunos cisnes
negros, así es que esta hipótesis es falsa.) Asimismo, supongamos
que alguien dice: “Shaquille O’Neal no puede entrar
en mi Volkswagen”. Sabemos lo que esto significa, porque
podemos imaginar las circunstancias que lo harían cierto y
las circunstancias que lo harían falso. Para probar el enunciado,
llevamos el auto al señor O’Neal, lo invitamos a subir
y vemos lo que sucede. Si resulta de un modo, el enunciado
es verdadero; si resulta del otro, el enunciado es falso.
Debería haber sido posible para los médicos examinar a
los falsos pacientes, mirar los resultados y decir: “Un momento,
esta gente no tiene nada malo”. (Recordemos que
los falsos pacientes se comportaban normalmente, no fin-
124 EL EGOÍSMO PSICOLÓGICO
Introducción a la filosofía…ok 7/13/06 3:56 PM Page 124
gían ningún síntoma psiquiátrico.) Pero los médicos no
estaban actuando de este modo: para ellos, nada podía ir en
contra la hipótesis de que los “pacientes” estaban enfermos.
El egoísmo psicológico participa del mismo error. Una
vez que se convierte en la suposición controladora de que
toda la conducta se realiza por interés propio, todo lo que sucede
puede ser interpretado para adecuarse a esta suposición.
¿Y qué? Si no hay una pauta de acción o de motivación
concebible que cuente en contra de la teoría —si ni
siquiera podemos imaginar lo que sería un acto desinteresado—,
entonces la teoría está vacía.
Por supuesto, hay una forma de eludir este problema,
tanto para los médicos como para el egoísmo psicológico.
Los médicos podrían haber identificado alguna forma razonable
de distinguir entre personas mentalmente sanas y
personas enfermas; entonces podrían haber observado a los
falsos pacientes para ver a qué categoría pertenecían. De
modo similar, cualquiera que esté tentado a creer en que el
egoísmo psicológico es verdadero, podría identificar alguna
manera razonable de distinguir la conducta motivada por el
interés propio de la que no lo está, y entonces ver cómo la
gente de hecho se comporta y ver en qué categorías caen
tales acciones. Por supuesto, cualquiera que hiciera esto vería
que la gente está motivada de muchos modos. Las personas
actúan por codicia, enojo, lujuria, amor y odio. Hacen
cosas porque están temerosas, celosas, curiosas, felices, preocupadas
e inspiradas. Algunas veces son egoístas y otras
generosas. A veces, como Raoul Wallenberg, son incluso
heroicas. Ante todo esto, la idea de que no hay sino un solo
motivo no puede sostenerse. Si el egoísmo psicológico se
sostiene de una manera en que se le pueda probar, los resultados
de la prueba serán que la teoría es falsa.
EL EGOÍSMO PSICOLÓGICO 125
Introducción a la filosofía…ok 7/13/06 3:56 PM Page 125
VI. EL EGOÍSMO

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