Parte primera de dos
Se nos ha dicho, que la psicología es la ciencia que nos indica que debemos pensar, pero que la lógica nos dice cómo debemos pensar. La psicología busca establecer la forma, de como un músculo, que es el cerebro, puede en forma biológica y material llegar a concepciones abstractas, como es el pensamiento, y las imágenes que concebimos. La lógica en cambio es un instrumento, por qué no, un adminículo como la concibió Aristóteles. Porque cuando Aristóteles concibió la lógica, la vio como un instrumento, una herramienta diseñada para ayudarnos en el buen pensar, de la misma manera que una cierra o un serrucho, ayudan al carpintero o al ebanista a hacer más fácil su trabajo.
Para pensar, se necesita calcular, pesar, hacer juicios mentales, hacer recreaciones de imágenes en la mente. Para esto es preciso reflexionar, y considerar detenidamente una cosa. Verbi gratia, imaginaste que te levantas una mañana, como en el cuento de García Márquez, “Un día después del sábado”, en Los Funerales de la Mamá Grande, y al igual que en el caso de la señora Rebeca, te encuentras que el patio de tu casa, el techo y la calle, estén llenos de aves muertas, ¿no te asombrarías? ¿Cuál no sería tú admiración?
Sabes por qué te llamarían esos pájaros muertos la atención, porque no es habituar que eso suceda; en cambio, el hecho de que durante todo el día, las golondrinas surquen el cielo, y que durante la prima noche los murciélagos vuelen sobre tu cabeza, ya ni te asombra, a menos de una de esas aves, o el mamífero volador defeque sobre tu cabeza u hombro. Lo mismo sucede con las cosas que nos suceden, nos mueven a pensar, las cosas que se salen de lo común; pero has de saber, que al hombre común, muy pocas cosas le llevan a reflexionar, a menos que no sean los movimientos de sus tripas, aunque el que come mal, generalmente nunca piensa, y si lo llega a hacer, es para su perjuicio.
Pero no has de creer que el pensamiento, el razonar es una actividad biológica, como el respirar o la circulación de la sangre, no, el pensar tiene sus leyes, y como tal, han de ser observadas. Si las leyes que rigen el pensamiento no son rigurosamente guardadas, observadas, cumplidas, obedecidas, seguidas, respetadas, llegamos a un razonamiento equivocado. No se ha de olvidar, ya que es justo y necesario, la forma en que Charles Louis de Secondat, barón de la Brëde y de Montesquieu, en su obra: El Espíritu de las Leyes, inicia el primer capítulo: “Las leyes, en su significación más extensa, no son más que las relaciones naturales derivadas de la naturaleza de las cosas; y en este sentido, todos los seres tienen sus leyes: la divinidad tiene sus leyes, el mundo material tiene sus leyes, las inteligencias superiores al hombre tienen sus leyes, los animales tienen sus leyes, el hombre tiene sus leyes.”
Es por eso, que para que no tengamos inconvenientes y para que no se nos trate como a delincuentes comunes e infractores de las Leyes, en la República del Pensamiento, hemos de ser celosos guardianes de las Leyes que rigen el Pensamiento. Las leyes que veremos a continuación, no solo son validadas para el pensamientos, también lo son para el Ser, ya que estas leyes son principios ontológicos.
- El principio de identidad es la primera ley o principio del pensamiento. Este principio estable que toda entidad o ser, es idéntica a sí misma. El término entidad o ente, en su sentido más general, se emplea para denominar todo aquello cuya existencia es perceptible por algún sistema animado, sea ontología, lógica o semántica.
Como ejemplos del principio de identidad, te puedo decir, que yo soy yo mismo; tú eres tú mismo; la silla sobre la que se sienta tu hermana es la misma silla sobre la que ella se sienta.
Para que tengan un poco de sentido las tautologías antes expresadas, yo soy yo, en el sentido de que soy el profesor que escribe estas notas; tú eres tú, porque tú eres Anthony, el amigo a quien escribo; como también la silla sobre la que tú hermana se sienta, es la silla de madera con el fondo de guano, sobre la que ella se sienta. Y esto es así porque yo soy yo y no otro, tú eres tú y no más nadie, y sobre la silla en que se sienta tú hermana es esa silla y no la silla de al lado.
Con esto estamos diciendo que toda identidad, esto es todo ser, todo objeto, es igual a sí mismo. Este es el principio de igualdad o de identidad, como puede ser llamado; principio que no se ha de confundir con la tautología de la lógica proposicional que dice: toda proposición es verdadera si y sólo si ella misma es verdadera.
Para decirlo con palabras de Leibniz, cada cosa, cada ser es lo que es. Ese es el principio de identidad, de igualdad.
Leerás que el principio de identidad es una creación de Aristóteles, pero en las obras de maestro no se encuentra, a pesar de que durante la edad media, desde los días de Tomás de Aquino se le atribuye.
- El principio de no contradicción también llamado principio contradictorio. En este principio se establece, que si hay dos juicios o proposiciones, en el cual uno afirma una cosa y el otro la niega, no es posible que ambos sean verdaderos al mismo tiempo y en el mismo sentido.
Aristóteles, en el capítulo cuarto, del libro cuarto de la Metafísica dice: “Pero hay algunos que, según dijimos, pretenden, por una parte, que una misma cosa es y no es, y que, por otra parte, lo conciben así.”
Todo parece indicar que este principio es claro, que no necesita ninguna explicación, porque una cosa es o no es; yo soy o no soy; pero cuando de manera particular decimos: Algunos filósofos son claros y otra persona dice: Algunos filósofos son oscuros, ambos estamos diciendo la verdad. Con lo ante dicho no se cae el principio, sino que se sustenta, ya que lo que decimos, lo decimos sobre casos particulares. Fíjate que cuando decimos que algunos filósofos son oscuros y otros dicen que son claros, nos referimos a filósofos distintos. La contradicción no existe.
Este principio es tan axiomático, que tratar de demostrarlo es una necedad, ya que al afirmar una cosa, un hecho, un fenómeno implica que no se afirma lo contrario. Aquí también tiene valides el dilema de Hamlet, en la tragedia de Shakespeare, cuando en el acto tercero, en el primer verso de su soliloquio expresa: To be, or not to be, that is the question.